Abro las ventanas con el deseo de que este
lapsus de sol que nos regala el temporal purifique las estancias. Nada me
resulta tan familiar como esperaba; mucho menos el olor a polvo y madera vieja
que me embota la nariz. Tampoco recordaba la espiga del suelo, ni el cuadro de
la entrada , ni el color de las paredes; apenas el piano y algunos muebles. El
comedor es un solar, la cocina parece que fue abandonada con urgencia y el
pasillo se me antoja demasiado largo, interminable cuando me pongo a
recorrerlo. Dudo cual era mi cuarto ¿La tercera o la cuarta puerta? Opto por
una y acierto. La cama está desmontada contra un rincón, el ropero vacío y
abierto de par en par. No queda más rastro de mí que un desvencijado poster del
Real Madrid y el escritorio contra la pared. Me acerco con cuidado, como si
temiera del sonido de mis propios pasos y también abro esa ventana para ver los
detalles. Nada que ver, salvo la lámpara que el tio Abelino me trajo de Francia
y que mi madre colgó del techo, a pesar de encontrarla horrorosa, por que
estaba convencida de que era carisma.
-¡Mama!- repito como la misma congoja de hace un
rato y no se porqué me viene ahora a la cabeza en la otra casa, cuando aun
vivíamos en la calle Joaquín Costa: Una tarde, al volver del colegio, la encontré
llorando en la escalera, tan desconsolada que me hizo llorar también a mí aun
antes de saber que ocurría. El camión del Butano acababa de aplastar a Martín;
un hermoso animal blanco y negro que sólo se dejaba acariciar por nosotros dos
y que dormía en mi cama desde cachorro. Sabio, silencioso e infatigable
observador de ojos inmensos y enorme cabezón. Con algunos hosco pero que en
buena relación superaba en bondad a cualquiera de la familia -Nunca más tuvimos
gato-
Hago un esfuerzo para no dejar aflorar las
lágrima