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sábado, 20 de diciembre de 2008

Diario DUMP 5-8-98

Desde aquella ventana no se veía más paisaje que un monótono patio interior; altos y grises muros, cuajados de ventanas idénticas, como una pequeña recreación de arquitectura estalinista. Por arriba, sólo las cimas más altas de un pedazo de Pirineo y una discreta parcela de cielo, siempre sin sol.
Aquel día no corría el viento, Angelito teorizaba sobre ecuaciones diferenciales y desde la piscina llegaba un estrépito intermitente de chapuzones, voces infantiles y gritos histéricos de madres vigilantes. En los intervalos, calma absoluta, como si el universo entero cediera al sopor de la siesta o esperara aburrido a la tormenta que según el señor Julio se avecinaba sin solución. Ninguna de las dos variables, me daba como resultado menos dos, ni al cuarto ni al quinto intento, así que dejé correr los veinte minutos de clase que quedaban, sin hacer más que fumar un par de cigarrillos y divagar sobre las verdaderas intenciones de los arquitectos del bienestar. A la vista estaban los resultados: verdaderos paraísos con nombre de comunidad de vecinos, Canal Satélite y filtraciones en el garaje, mientras la exclusiva luz de cada hora y cada estación, bañaba fachadas, trastos amontonados en terrazas, ventanas comidas por el sol…
Entonces la vi recogiendo la ropa del tendedor. Me fije sólo por que era ella; durante tantos años la dueña de mi corazón. Llevaba el pelo recogido, vestía una bata clara y advertí que había desarrollado en las manos la agilidad de un pianista para capturar de la cuerda bragas, pinzas y calcetines, igual que en otros tiempos volteaba las llaves del Porsche. Conservaba cierta levedad juvenil, pero sus formas se habían vuelto algo macizas y se podía percibir ya una incipiente pesadez en el movimiento. Por un instante, creí que me había descubierto espiándola, pero me equivoqué: si me miró, volvió a no verme siquiera. Continuó doblando cada prenda, sobre la mesita de mimbre de la terraza, con la resuelta diligencia con que se hacen las tareas demasiado repetidas. La porción de pierna que lucía, todavía era espléndida, acaso menos firme y menos morena de lo que recordaba; aunque tal vez me traicionaba la memoria. Fuera como fuera, sentí que se había perdido para siempre la bella niña rica que un día llegó del mítico París. Cuando se retiró, una persistente nostalgia se quedó conmigo y recreé su dulce sonrisa, su mirada bruja, su cintura de seda... Escuche de nuevo su voz y su risa y supe que seguía enamorado y el pecho se me volvió a alborotar, igual que aquel día, cuando estuve a punto de hablarle. Sonreía embelesado en recuerdos y Angelito, que debía observarme hacía unos minutos, me miraba como si estuviera loco.

martes, 11 de noviembre de 2008

La muerte de Emilio Sarmiento

Mucho rato después de medianoche, subió del río por el camino viejo. Corría y los perros le rodeaban ladrando y olisqueando sus pantalones. Cerca de la curva más alta, se detuvo en seco por que escuchó voces; un grupo de chicos borrachos celebrando la el sábado. Miró a su alrededor y espantó a los perros a pedradas y mascullando maldiciones. Luego pegó la espalda al muro mientras intentaba contener el jadeo. Volvió el silencio, pero durante un minuto no movió un solo músculo, atento. Después volvió a caminar, sigiloso, despacio. Debajo de la primera farola, se arregló apresurado la ropa y limpió a manotazos el polvo de los zapatos. Miró otra vez a su alrededor y se metió en el parque hasta desaparecer bajo los pinos.
El cielo era un pan de estrellas, hacía calor y una brisa suave y acariciante, arrastraba un rumor seco como de cañaveral.

A Emilio lo encontraron el martes por la tarde a la orilla del río; boca abajo, con brazos y piernas como aspas, apuñalado en el costado y degollado al final de un rastro de sangre seca que sorteaba los chopos. Buscaron mucho rato y junto a la acequia que regaba las huertas apreció un machete, una camisa, unos guantes de piel y la cartera de Emilio abierta. El inspector de policía, el señor De Marco, dijo que habían querido simular un robo pero que ese no era el móvil. Nadie en las huertas dijo haber oído nada, excepto ladrar a los perros.
Esa misma noche detuvieron a un hombre, un dominicano, al que acusaron del crimen, pero el juez le soltó por la mañana. Varios testigos aseguraron que el dominicano había estado toda la noche tomando copas. El señor De Marco informó a los medios de comunicación que el asesino tenía que ser un hombre fuerte y corpulento, experto en lucha cuerpo a cuerpo. Tal vez un sicario. Según dijeron otros; Emilio andaba hacía tiempo en asuntos de drogas aunque su viuda lo negó hasta la extenuación.
(continuará)