Tendidos
sobre las sábanas, miran absortos al blanco inmaculado del techo. La poca luz de una tarde que se muere, se
filtra por los visillos y baña sus cuerpos desnudos con un azul mortecino.
Silvia, se
diría que hablando para sí misma, susurra ciertos hechos ocurridos en el bar
Balaitus, cuando el cocinero quiso apuñalar a su ayudante a la vista de todo el
mundo. Beti y Macu, las dos chicas que atienden el mostrador, se refugiaron
aterrorizadas en el rincón de la cafetera tan pronto como la trifulca salió de
la cocina. Los clientes, que gracias a Dios eran pocos en aquel momento, y ella
misma, no acertaron más que observar atónitos la escena. Menos mal, que la
señora Clara, una sesentona que echa una mano hasta que le llegue la hora de la
jubilación, tuvo más valor y más serenidad que nadie y a golpe de empujones y
de levantar la voz por encima de los contrincantes, puso fin a la refriega.
David, dueño del bar y novio de Silvia, aseguró nada más enterarse que tomaría
medidas y que aquello no volvería a repetirse, pero al final no despidió al
cocinero, por considerarlo la verdadera alma del negocio, y tampoco a su rival
porque este fue más rápido asegurando que se iba para poner denuncias contra el
cocinero y contra el local.
Silvia hace
un receso para maniobrar y recoger sin dejar caer chispas, el porro que le pasa
Jeremías. Una densa voluta de humo se ha estacionado sobre sus cabezas y gira
mansa en dirección a la ventana. Desde la calle llega el murmullo sordo y
racheado del tráfico y un estrépito de voces de niños que se clavan como agujas
en los tímpanos.