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martes, 11 de noviembre de 2008

La muerte de Emilio Sarmiento

Mucho rato después de medianoche, subió del río por el camino viejo. Corría y los perros le rodeaban ladrando y olisqueando sus pantalones. Cerca de la curva más alta, se detuvo en seco por que escuchó voces; un grupo de chicos borrachos celebrando la el sábado. Miró a su alrededor y espantó a los perros a pedradas y mascullando maldiciones. Luego pegó la espalda al muro mientras intentaba contener el jadeo. Volvió el silencio, pero durante un minuto no movió un solo músculo, atento. Después volvió a caminar, sigiloso, despacio. Debajo de la primera farola, se arregló apresurado la ropa y limpió a manotazos el polvo de los zapatos. Miró otra vez a su alrededor y se metió en el parque hasta desaparecer bajo los pinos.
El cielo era un pan de estrellas, hacía calor y una brisa suave y acariciante, arrastraba un rumor seco como de cañaveral.

A Emilio lo encontraron el martes por la tarde a la orilla del río; boca abajo, con brazos y piernas como aspas, apuñalado en el costado y degollado al final de un rastro de sangre seca que sorteaba los chopos. Buscaron mucho rato y junto a la acequia que regaba las huertas apreció un machete, una camisa, unos guantes de piel y la cartera de Emilio abierta. El inspector de policía, el señor De Marco, dijo que habían querido simular un robo pero que ese no era el móvil. Nadie en las huertas dijo haber oído nada, excepto ladrar a los perros.
Esa misma noche detuvieron a un hombre, un dominicano, al que acusaron del crimen, pero el juez le soltó por la mañana. Varios testigos aseguraron que el dominicano había estado toda la noche tomando copas. El señor De Marco informó a los medios de comunicación que el asesino tenía que ser un hombre fuerte y corpulento, experto en lucha cuerpo a cuerpo. Tal vez un sicario. Según dijeron otros; Emilio andaba hacía tiempo en asuntos de drogas aunque su viuda lo negó hasta la extenuación.
(continuará)