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viernes, 10 de julio de 2020

mi infinita candidez


Solvej Sohuan es para el mundo Sohuan Couard; couard de cobarde en un francés fino. Fue el alias que, en los noventa, normalizó la CNN para señalar a quien en aquel momento más quitaba el sueño en la Casa Blanca y en el Pentágono ¿Pero por qué la CNN insultaría en francés a una jovencita noruega, casi desconocida? Me quedo pensando. ¿Quizá porque provocó una fisura en la OTAN al imponer al gobierno francés la firma del Protocolo de Desmilitarización de las Zonas Polares? No tengo ni idea. Como fuera, hay que reconocerle a la CNN una enorme capacidad para influir en la cultura colectiva, pero que no es eficaz a la hora de frenar peligrosos impulsos personales; hoy casi nadie se refiere a ella por su verdadero nombre, aunque la facilidad para quitar el sueño que tiene esta mujer, a la que sigue sin conocer casi nadie, solo ha crecido y crecido desde entonces. 

Yo sí la conozco. La conocí ayer, aquí en Rapa, en su casa, y ya no tiene cara de niña. 

Tenía unos trece años y estaba terminando de comer cuando vi una noticia: inesperada reunión bilateral, anunció Piqueras nada más abrir el Telediario de las tres y aparecieron sin más los jardines de Camp David donde posaban George Bush padre, circunspecto, el secretario de estado Eagleburger, circunspecto, Marco Boscolo, el último delfín de Eugene Happend, que moriría tres meses después, decrépito, y Solvej Sohuan, aún era su nombre oficial, exultante y haciendo la uve de la victoria. Me puso la piel de gallina, aunque no me enteré muy bien de cuál era su triunfo. Ni me interesaba. Ella era un triunfo en sí misma y lo siguió siendo. Al menos hasta que la sociedad pudo moldear a su gusto mi ideal de los líderes y los mitos. Por eso ha sido tan emocionante reencontrarla, porque era un encuentro conmigo hace años. Delante de ella, casi he llorado mientras dudaba, todavía lo hago, si no era todo un sueño. Pero luego, la verdad es que ha resultado un encuentro triste. La Couard que me miraba a los ojos era una cincuentona con un corte de pelo entre militar y postmoderno, salpicado de canas. No usaba sujetador, ni cosméticos, ni otro aderezo que veinte o treinta pulseritas de colores en el antebrazo izquierdo y tenía la piel abrasada por este sol salvaje que brilla aquí. Conservaba intactos los grandes ojos de entonces, aunque la frescura fascinante de su mirada había mutado a fría, reflexiva e intimidante. Igual que su sonrisa... Era flaca y plana como yo, pero ahora, aunque sigue siendo flaca, más que yo, tiene bíceps y pectorales de tío y unos pezones que te apuntan a la cara como revólveres cuando admite sin empacho, que la vida la ha vuelto descreída y que como tal, opta por cohabitar en paz con un mundo que no merece mejoras… Nada que ver, nada, con mi frágil heroína de uno sesenta de alto, que en pantalón vaquero, ponía de rodillas al gran poder de traje a medida y corbata de seda.Y yo, que en mi infinita candidez, creía que de su mano vendría un mundo mejor.