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sábado, 20 de junio de 2015

Mariela y el mal de amor XVII bis

 
Dadas las nueve y media, cada mañana tenía por costumbre hacer un receso. Me acercaba a desayunar al bar de Tony para encontrarme con Lucas Aguilar, hermano menor de Marquitos, también militante en el sector duro del ocio, con las dos Martas, con Blanca, que por fin había encontrado un simulacro de plaza de ATS en el centro de salud, y a veces con Walter; un pintor cubano, apolíneo y muy simpático del que no sabía nada; ni que pintaba, ni de donde salió, pero que formaba parte de nosotros como un hermano de leche.

Hablábamos y hablábamos. Algunos abandonaban al cabo reclamados por sus obligaciones aunque otros, a veces, siguiéramos hasta la hora de las cañas anteriores al inexcusable vermut en Casa Teo. Capaz de analizar con minucia los temas más prosaicos, me referí un día a ciertas morales relajadas del mundo, tomando de modelo la de Raúl Mercader, que por entonces ya se había sobrepuesto a la “pascualada”, sin rencor, pocas señales del encuentro y apenas una minusvalía del veinte por ciento en un brazo.

-¿Pero es que no sabes que se ha largado?- me cortó asombrada Marta Casas

-Pues no- confesé lleno de candor -¿En serio?

Claro que lo decía en serio, ¿pero cómo coño iba estar yo al corriente si hacía meses que no sabía de él? Si hacía tanto que su genio insurgente no figuraba en el orden del día. Pese a todo, nada me habría extrañado nada de no saber que lo había hecho de la mano de Mariela. De no saber que viajaban sin rumbo; en el nuevo Mercedes de representación de Electricidad Mercader, de ciudad en ciudad y de hotel en hotel. De no saber que él iba hecho un gentleman y ella arrastraba el equipaje vestida de monja. De no saber que su sola presencia alborotaba la parroquia en toda la Costa del Sol. De no saber que compartían habitación, que cada noche se jugaban los cuartos en el casino, se emborrachaban hasta el delirio y hacían topless fuera de temporada ¿Pero quién coño iba a esperar entonces un repunte de pasadas calenturas?

Me turba más de lo debido la historia de estos amantes. Cierro un momento los ojos y acto seguido busco con ansia los árboles de la Legion d´Honeur. Se mecen al otro lado de la calle; mansos, rumorosos y aquejados por un incipiente mal de otoño, que a priori parece muy apropiado para apaciguar espíritus desasosegados. Pero no. No consigue aclarar si el ejercicio de narrar mis frustraciones resultará al fin terapéutico o la mejor vía de exacerbar la fantasía hasta la locura.

Miro el reloj. Llevo más de una hora evocando el pasado, la cerveza se ha calentado con la brisa del río sin probar un sorbo. Ell trajín, delante de mí, me advierte que la ambulancia que cada día me devuelve a casa, no va a tardar. Avanzo la pierna, lenta y pesada. Aunque no puedo negar que en cuanto a movilidad hago progresos, no me acostumbro a verla embutida en la faja elástica, presa de varillas de acero y este muelle inoxidable, que a veces rechina a cada paso y a veces no, sigue sin pasar inadvertido.

En el momento que la camarera me sopla tres euros por la consumición, estaba pensando en el día que no me presenté al examen de funcionario. Mi padre me respondió poniendo mi maleta en la puerta, pero opino que ante todo lo hizo por no agradecer en lo que valía, que mi ingreso estuviera apañado de antemano.

Por cierto: compruebo a pesar de los años y la distancia, que demasiadas culpas me asolan.

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