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jueves, 15 de octubre de 2015

La china del Babylon

[…] En Umagri ya habían llegado los malos tiempos y aquel fue uno de esos viajes que emprendía sabiendo que no había nada que rascar. Pero Martínez era así, más preocupado por cumplir con las citas establecidas desde tiempos del abuelo Benancio, que en poner al día un negocio que cada vez ofrecía menos de lo que demandaban los nuevos clientes.

No entré en Zaragoza, no hice más que un par de visitas en Binefar y otras dos en Lérida capital, donde además tomé un par de cañas antes de ir a cenar, como siempre, a La Fusta. Al terminar, Fuster estaba liado en la cocina y no salió a echar una parrafada con migo, así que sin perder tiempo me puse en camino con la idea de hacer noche en Barcelona y bajar al Delta por la mañana. En todo caso, allí caería algo, si había de caer.

Pasé de largo por el Anastasia y si no hice lo propio con el Babylon, fue porque me venció la tentación, al observar que el parking estaba despejado de camiones. La tentación, o para ser objetivo, fue la curiosidad: Rafaelito Minguela, el comercial de FiatAgri, me había hablado de decadencia absoluta, incluso dado detalles que me costaba creer del franchute y más aun de la bruja de Marta.

Es verdad que en ese momento no había más de media docena de clientes, ni más chicas que las ocupadas y que el mostrador estaba desierto, pero a primera vista, no advertí claros signos del anunciado declive. Marta, teñida de rubio y con un pelo corto que no le conocía, limpiaba el polvo de las botellas con aire ausente, Cuando me vio, me extendió su sonrisa de siempre para saludarme con el afecto propio de los viejos amigos. Lo éramos solo en cierto modo, pero su visión comercial siempre se imponía a la hora de cargar las tintas en ese tipo de trances. Igual pasó con el reproche por lo mucho que últimamente espaciaba mis visitas a la casa y con el pesaroso resumen que hizo de la marcha del negocio. Todo parte del ritual de siempre, incluidas las quejas hacia René, el franchute, que además de su jefe, era su pareja desde hacía doce o trece años. Pareja estable, decía él, con cierto orgullo. Orgullo, no tan basado en el amor,...aunque quizá si, como en lo que implicaba el concepto estabilidad a la hora de calificar su azarosa vida. De todos modos Marta, que no era puta y hasta donde yo sé no lo había sido nunca, tenía muy poco de tonta y muchas y amargas maneras de asumir la relación entre ambos, sin aceptar nunca palabras como estable o pareja.

Una morena, muy mona y risueña, se plantó de sopetón a mi lado sin que yo me me hubiera percatado ni aun del campaneo de pechitos que traía, pero a un gesto de Marta dio media vuelta con diligencia para desaparecer casi a la carrera entre bastidores.

-¡Niñata!

Puede que lo fuera, así como bajita y algo culona, pero con todo y el poco tiempo que tuve de observar, no me pareció una chica tan de despreciar como se podía desprender del tono duro con que la despidió su jefa. 

-¿Sabías que el francés le ha dado un giro al negocio?- aprovechó para apuntar. 

En absoluto parecía satisfecha con el cambio, pero de todos modos anunció con ese sentido del deber de los buenos profesionales, que René había decidido unilateralmente ampliar con una zona de lujo, en la parte que antes no se usaba del local. 

-Niñas de bandera- reconoció asintiendo y haciendo uno de sus clásicos gestos rotundos de mano -Pero coño, Roberto, tu sabes como yo, que aquí no paran clientes de ese nivel. 

No supe si estaba de acuerdo con tan categórica afirmación, pero ella misma aclaró de inmediato: -Veinte mil.

-No me jodas ¿Tanto?

Lo valían, dijo y no cabía duda que Marta entendía el negocio. Por eso seguí dando crédito cuando enumeró la lista de inconvenientes: el coste de una obra inamortizable, el de mantener una zona VIP que no resultara un hazmerreir… Y todo prácticamente con la misma caja de antes, la que se sacaba de las chicas de a cinco mil. Se echaba las manos a la cabeza al tiempo que reconocía su manifiesta incapacidad para poner en razón a su novio. Claro que había más. Algo que tampoco se calló:

-Si el muy idiota hasta se ha enamorado de una de ellas. Sí, sí. Como un chaval.

Es decir: ante todo se trataba de eso.

-Le consiente, la invita, la lleva de fin de semana, la colma de regalos…

Se extendió en describir el apocalipsis y en hacer negros augurios de futuro, sin olvidar hacerme una subjetivísima descripción de la meretriz. 

–Oye Rober, que viene con un deportivo de veinte kilos y viste una ropa que yo no me puedo pagar…- dijo con profunda amargura, antes de recalcar que acudía cuando le daba la gana, que no rendía a nadie otras cuentas que las del servicio y que ni siquiera era complaciente con los clientes. Al final tampoco escatimó un capitulo para reconocerle una belleza y una elegancia nunca vistas por esos lares.

-Quiero que la conozcas. Hoy tenemos suerte y ha venido a trabajar.

-Hostia, Marta. Que pensaba cargar esto en gastos...

-No seas bobo. Te cobro lo normal, pero quiero que la conozcas y que luego me digas…

El nuevo reservado resultó ser una gran sala circular bañada de suave luz blanca y rosa que aleatoriamente oscilaba hacia el malva, donde una profusión de cortinajes e islas de sofás, se enroscaban entre plantas, porcelanas y en sí mismos para albergar presuntos raudales de intimidad. Sorprendía la atmósfera y la abundancia de detalles de inspiración “años veinte” sin que nada, según mi criterio, cayera en lo hortera, lo que dejaba bien a las claras los cuartos que el franchute se había gastado en un decorador de categoría, en alfombras y en muebles de buena calidad. En todo caso, no era yo cliente de suficiente alcurnia como para basar un juicio en la comparación, si no en el efectismo que lo refinado nos causa inevitablemente a los paletos.

La chica que me recibió y me condujo hasta uno de los mullidos escondrijos, era una morena con ademanes de camarera laica, que era como mi amigo Luis Aguirre se refería a las que no eran del oficio, y vestida de pies a cabeza, lo cual ya avisaba de que ahora, en aquel nuevo monte, no todo sería orégano. Al quedarme solo, pensé en lo fácil que resultaría perderse si uno debía ir al baño y de regreso pretendía volver a encontrar la puerta de acceso. Pero no tuve más que un momento para imaginarme a mí mismo haciendo el ridículo, porque enseguida apareció la polémica rival de mi amiga. Un monumento que ni había cumplido los treinta. Me sacaba al menos diez centímetros más los ocho de los tacones. Ya estaba avisado de que era oriental, pero no de unos ojos verdes que petrificaban como los de la misma Hidra. Nunca en mi vida me había cruzado con unos ojos semejantes, ni en general con una china de tales hechuras. Desde luego era solo medio oriental, pero tan guapa como se me había anunciado, y en efecto tampoco yo pude hacerme una idea de lo que podía pintar en un antro como aquel. Aparte de eso, entendí al francés. Mejor cuando bajando la vista desde la perfecta ortodoncia que enseñaba su sonrisa, me encontré unas tetorras que anunciaban la inminencia del paraíso carnal, una cintura, unas caderas y unas larguísimas piernas, sin tacha ni fin, tan perfectas para figurar en una portada del Vogue como en los sueños húmedos de un pobre viajante de comercio. -¡Dios!- pensé y tragué saliva.

Se llamaba Isabel, dicho con acento extranjero, y no solo era un bombón exótico, con piel de seda y mirada de niña. No. Demasiado pronto descubrí que también sabía de la vida, mucho más que yo, que su diccionario de español contenía mil palabras más que el mío, que seguramente no mentía al decir que había nacido en París, vivido Frankfurt, estudiado en Ucla… ¡En fin! 

De todas formas no fue eso lo que me devoró la moral. Fue, ante todo, descubrirme de pronto a mí mismo hecho un carcamal, barrigudo y pequeño, pugnando por alcanzar algo que a todas luces no me era alcanzable. Desde luego, una idiotez impensable en un putero de mi edad y mi experiencia. Lo sé, cómo lo sabía entonces, pero en ese momento me sentía tan superado por una mujer que no esperaba cruzarme en mi vida, que no me supe sobreponer a la impresión del empequeñecimiento. 

Ni ella, que tampoco aplicó maña ni afición, ni yo mismo, que progresaba más y más dentro de la desolación más devastadora, fuimos capaces de levantar mi ánimo lo suficiente como para hacerlo operativo. Por todo; solo agotamos el tiempo charlando.

Yo le mentí en todos los aspectos de mi vida. Y no lo hice por rencor, sino por elevar en lo posible mi autoestima con vistas a una futura segunda oportunidad, que por alguna extraña razón del ego, entendí prometedora. Pero ella que simplemente me habló de su hijo y de la triste historia de su matrimonio, creo que otra vez no dijo más que la verdad.


Dibujo. Zaipi, 2015

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