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sábado, 2 de mayo de 2015

Mariela y el mal de amor XVII

Isabelle, ese bombón que sirve la terraza en Le Moretti, sonríe nada más verme y me hace una seña para que sepa que de inmediato me saca la cerveza. Por fin amaneció con sol y llego sudando. Me siento, con necesidad de reponerme del esfuerzo, pero antes de acomodar las muletas y de orientarme de cara a la Legion d´Honeur, adelanto la pierna para cumplir con el ritual de mortificarme. Desde luego, tarda seis minutos menos que hace tres semanas en traerme desde la sala de rehabilitación, pero verla embutida en esta faja, enjaulada entre varillas de acero y asistida por este muelle inoxidable, que a veces chirría, me abruma igual que el día que la Lissard, pletórica y desdeñosa, me acompañó personalmente hasta ese lugar donde el Hospital Central de Saint Denis pasa a llamarse puta calle.


Así y todo, hoy me siento feliz. Estreno público y es devoto, creo. También exiguo y poco exigente, pero eso ahora me importa menos que la ilusión que percibo en sus ojos cada vez que le leo una entrega de mi obra. Disfruto tanto con el efecto que produce que hasta he dejado de protestar cada vez que el masaje terapéutico deriva en descarado mete mano, y me cuido de no romper la magia si con su voz de petimetre emplumado, Max pide detalles o suplica por un adelanto del episodio de mañana. Diría Matthieu, que lo que me ocurre es que con el culo al aire, sobre la camilla y acariciado por un tío, me aflora ese tanto por ciento variable de maricón que todos llevamos dentro, pero sé de sobra que Matthieu es un toca huevos, que ni se imagina lo que supone el reconocimiento para un autor.


Ya he dicho que sufro de una inseguridad infantil, que no consigo vencer y que en momentos trascendentes como este, me obliga a analizar obsesivamente los posibles flecos de lo que digo y hago. Es por eso que en el preciso instante en que Isabelle deja mi cerveza sobre la mesa, no tengo reflejos para embriagarme, como otras veces, con el perfume de sus curvas, ni con su divino serpentear, bandeja en alto, entre mesas y peatones. Mi cabeza ahora, no puede evitarlo, se está ocupando con todos sus recursos en desmenuzar frases y en establecer cuan razonable es el parecido entre lo que cuento y lo que en verdad recuerdo de aquel tiempo, en el que tanto me repitieron que no me podía seguir negando a aceptar trabajo aunque nada tuviera que ver con mi preparación y mis capacidades:

Tuve ofertas y hasta algunas oportunidades. La más golosa, la que casi me venció; la que prometió sentarme de ocho a tres despachando fotocopias compulsadas y solicitudes de obras menores. No y mil veces no, dije. Sin embargo, cosas de la economía y de una presión familiar que oscilaba desde lo insufrible, hasta lo vejatorio, terminaron por hacerme reconsiderar las ventajas de pastar en un prado plácido: almuerzos infinitos, rendimiento laboral escasamente fiscalizado y discreto sueldo, pero a salvo de todo mal por los siglos de los siglos. Así, sin ningún respeto a mi dignidad, otrora inviolable, me vi un buen día madrugando para aprenderme el articulado de la Constitución Española, como si, de pronto, el guión de mi vida se reescribiera para convertirme en funcionario municipal.

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