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sábado, 30 de septiembre de 2017

Breve crónica de la corrupción en España

No hay día en que no salga a la luz un escándalo de corrupción en nuestro país. La sociedad ha dado muestras de hartazgo ante el aprovechamiento personal por parte de unos pocos de sus puestos públicos privilegiados. Sin embargo, no es algo solo de ahora. El problema de la corrupción en España hunde sus raíces en muchos siglos atrás. Por: Javier Martín



Quizá aludir a “las cuentas del Gran Capitán” no esté hoy tan en boga como tiempo atrás. Sin embargo no hace mucho era una de las frases hechas más utilizadas para referirse a una cierta corruptela, normalmente relacionada con el ámbito doméstico. Con tal manifestación se hace referencia a aquellos balances económicos exagerados, a aquellas cuentas que de abusivas, hacen pensar que están hechas de una manera enviciada. Sin embargo, por otro lado, y en este caso en referencia a la respuesta que el protagonista de la anécdota, Gonzalo Fernández de Córdoba, dio a su interlocutor, Fernando el Católico, en la expresión puede asomarse también cierto matiz hasta cordial, en el que se aplaude la sagacidad del corrupto, su picardía. Quizá haya sido esta una de las grandes lacras unidas a las corruptelas, el que la sociedad considerase a los culpables personajes simpáticos, simplemente más avispados, una especie de descendientes del tan querido pícaro español del Siglo de Oro. Pero no nos vayamos tan lejos, volvamos a comienzos del siglo XVI. Regresemos al Gran Capitán.

Como podrán presentir, la frase en cuestión tiene una base más legendaria que histórica. Sabemos que el montillano Gonzalo Fernández de Córdoba fue uno de los militares más grandes y revolucionarios de la historia de España. A su capacidad de liderazgo, a su reforma del ejército y en cierto modo a su apuesta por la profesionalización del mismo, debió la España de los Reyes Católicos buena parte de sus inmensas conquistas. Sin embargo, y entramos ya en leyenda, muerta ya Isabel la Católica, pese a la magnífica labor hecha por El Gran Capitán, las envidias entre los más poderosos hicieron llegar a oídos del rey Fernando, la denuncia un gasto descomunal por parte de Gonzalo Fernández de Córdoba en su labor castrense en Italia. Dice la tradición que el rey católico llamó a éste a la Corte y le pidió explicaciones por dichas cuentas. De entre todas las partidas que presentó a su monarca, la tradición destaca aquellas que presentó supuestamente con ironía: “Doscientos mil setecientos y treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas; Diez mil ducados en pólvora y balas; Cien millones en palas, picos y azadones, para enterrar a los muertos de los enemigos; Cien mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres de sus enemigos tendidos en el campo de batalla; Cien mil ducados en aguardiente para las tropas, en días de combate; Ciento sesenta mil ducados en poner y renovar campanas destruidas por el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo; Millón y medio de ducados para mantener prisioneros y heridos; Un millón en Misas de gracia, y tedéums al Todopoderoso; Tres millones de ducados en sufragios por los muertos; Siete mil cuatrocientos noventa y cuatro ducados en espías y escuchas; Cien millones por mi paciencia en escuchar que el Rey pedía cuentas a quien le había regalado un reino”. 
Las cuentas del Gran Capitán se han convertido así en paradigma, por un lado, de un posible caso de corrupción y, por otro, de lo secundario que resultan gastos y legalidades cuando la historia está por delante. 

El Duque especulador

Ante quien no cabe hablar de historias apócrifas o leyendas es el Duque de Lerma, que a día a hoy continúa siendo el gran paradigma de la corrupción política en la Historia de España –aunque los tiempos modernos amenazan su puesto de privilegio–. No nos detendremos mucho en el personaje, que ya le hemos puesto de vuelta en números anteriores de la revista. Basta con recordar que Francisco Sandoval y Rojas fue el hombre más poderoso en la corte de Felipe III, su valido, su hombre de confianza durante décadas en las que se convirtió en un hombre extremadamente rico gracias sobre todo al tráfico de influencias, al aprovechamiento de su posición para ventas y compras de terrenos y a su capacidad de manipular al rey.  Tal poder tenía que por sí solo era una mafia. Todo en el comienzo de una época, la de los denominados “Austrias menores”, en la que los reyes dejan que sean sus validos quienes ejerzan realmente el poder que corresponde a los monarcas. El de Lerma puso al frente de los cargos más importantes de la Corte a gente de su confianza, muchos familiares entre ellos. De él fue la idea de trasladar la capital de la Corte de Madrid a Valladolid en 1601, y de su regreso a la anterior, cinco años después. Por supuesto, todas ellas operaciones con gran beneficio económico personal, ya que, sabedor de tal “mudanza”, adquirió terrenos en la ciudad afortunada antes de que ésta se produjera para venderlos posteriormente, por supuesto muy revalorizados… 
Tardó en caer en desgracia. Pero lo hizo con fuerza, por la gran oposición que había tenido en un tiempo de crisis brutal, en el que España perdía la influencia que había mantenido todo el siglo anterior, los muchos enemigos que había acumulado… Su hombre de confianza, Rodrigo Calderón, moriría degollado, acusado, eso sí, de asesinato y brujería. Él habría de retirarse de la vida pública, ordenarse Cardenal para gozar del “muro” que podía suponer su proximidad a Dios ante sus enemigos, y esperar a morir, en el año 1625.

La progresiva descomposición del Imperio, las sucesivas crisis, la desorganización en las Indias y, sobre todo, las necesidades económicas, fueron un caldo de cultivo que hicieron de los tratos corruptos una realidad que, de común, parecía no ser ni siquiera ilícita. Valga como ejemplo un fenómeno extendido y normalizado durante siglos en el Antiguo Régimen, la venta de los cargos públicos, que trocó en una forma más de la Hacienda Real para tratar de llenar sus maltrechas arcas. Cargos municipales, cargos militares, cargos recaudatorios… Casi todo podía ser comprado por el mejor postor, que se convertían, así, en alguaciles, en tesoreros de los consejos, en escribanos. Incluso se daba el hecho de la adquisición de estos cargos a perpetuidad, es decir, que el puesto pasaba a los sucesores del comprador. Implicaba, por un lado, la consecución de dinero rápido por parte de la Hacienda Real, por otra, la adquisición de un poder político al que de otro modo no habría podido acceder por parte del comprador.

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