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jueves, 15 de noviembre de 2012

El Sol por última vez


Nunca pude soportar los días de tedio que cada agosto y alguna fatídica navidad me deparó, sin remedio, la casa familiar de mi amada Lola: un caserón de dos alturas cerca de Tebrés; adusto, pardo y según decían noble y bicentenario, que se alzaba como un termitero en pleno mar de rastrojos. A un lado el viejo torreón medieval que albergaba la capilla para la familia y la peonada, al otro las antiguas cuadras y pajares que ahora hacían las veces de parking, y en el centro, como no podía ser de otra forma, la casa de la gran balconada, con tal vocación de ayuntamiento, que daba luz, nada menos, que al formidable despacho de Gerardo Gallardo, actual e infatigable cabeza del imperio. Aún no he olvidado el olor a manzanas y a humedad de la planta baja, los baños de mármol azul, las escaleras de granito, la penumbra rigurosa de todas las estancias y aquel silencio casi monacal, que apenas rompían los pasos quedos de la fidelísima señora Martina y el bisbiseo de rosario que mi cuñada María Pilar y el tío mosén Ángel elevaban cada tarde desde la sala.  

Damián
Al principio entendí, como no iba a hacerlo, el deseo de las hermanas por reunirse una vez al año con su anciano padre, en su propia casa, en el nido, allí donde, por lo visto, habitaban todos los recuerdos que merecían conservarse, y cada vez me vi en la misma tesitura de transigir, como uno más de esos sacrificios inexcusables que exige la vida en pareja. Los primeros años encaré el castigo con el ánimo renovado, sin elevar una protesta ni hacer caso de los comentarios y constantes desprecios de mi suegro, pero después, con la desgana que da el tiempo, y comprobado lo inútil de mi esfuerzo, siempre a fondo perdido, empecé a afrontar mis estancias en la casa como una carga más y más pesada. Desde luego, no voy a negar que me sobró cobardía y a pesar de que padecía aquellos episodios como una verdadera carcoma en mi autoestima, seguí acudiendo año a año a nuestra cita. En parte forzado por los berrinches de Lola, pero en mayor medida, lo reconozco, por la amenaza velada que pendía sobre mi línea de crédito. No obstante, y dado que la perspectiva de gozar de una segunda quincena para olvidar la primera, nunca me compensó, es bien cierto que jamás recibí una caricia, salvo de las olas, que desequilibrara la balanza entre mi esfuerzo y mi interés.


Desde la carretera, kilómetros antes de avistar el feudo, ya se sentía la zozobra, la implacable monotonía de los trigales infinitos y aun sin querer, uno tomaba nota de la colosal desolación del llano, de la angustiosa inmensidad calcinada por el sol, de los derrocados esqueletos de árbol, apenas rayas quebradas sobre alejados tapetes de yeso, del calor, espeso como el aceite y tan violento como la enormidad feroz que se precipitaba contra los montes blancos, devastados bajo el nuevo horizonte erizado de molinos de oro. Era el primer abatimiento que el páramo regalaba al viajero, el instante de intuir que aquel lugar podía mellar más de lo debido el alma de los hombres. Sin embargo este efecto que demolía tanto mi ánimo, en cada viaje provocaba la misma Lola creciente, renaciendo de su enquistada melancolía al imparable ritmo con que desandaba la distancia a casa. Antes o después rompía su silencio de días, para tornarse dicharachera y jovial y abordarme con una sonrisa y unos ojos risueños que ya no recordaba, tan abiertos que parecían beberse el paisaje que narraba. Sabía que no hablaba para mí, que lo hacía para ella y sus fantasmas, pero de todos modos me seguía fascinando su naturalidad ante la tregua unilateralmente declarada y aquella facilidad suya para reencarnar, por las buenas, en el espíritu feliz de otros tiempos.

Tras la larga y suave curva a la derecha, única de todo el trayecto, asomaba por la vaguada, como un periscopio, el enladrillado campanario de Santa María de Tebrés. Era todo lo que se percibía de la población; monocolor, achaparrada y callada al otro lado del desvió estrecho y de firme infame que partía a mano izquierda. No era ese nuestro camino, desde luego; el nuestro miraba al frente, por la vía ancha, entre el ferrocarril y la charca infestada de mosquitos. Un airoso monolito, de aire vanguardista, también llamaba la atención en aquel lugar; el Monumento a papá. En caso de detenerse, se podía leer la placa que conmemoraba el día en que un joven y pujante Gerardo Gallardo decidió acometer, con espíritu altruista, la tan necesaria ampliación y mejora de la reserva de agua potable para el agradecido pueblo de Tebrés. Probablemente una verdad tan contundente como el mismo puño de Gerardo, aunque no mayor que su oculto propósito de emplear aquel agua en la planta de agroquímicos que proyectaba por aquel entonces. Corrían los plácidos años del desarrollismo español y al pasado pertenecían ya los otros más innombrables del soborno continuado, el viejo favor llamado a cobro y el amasijo de influencias que a la postre no dio más fruto que una línea eléctrica con cargo al Estado, para mover el modesto molino del abuelo Generoso y encender cuatro bombillas en el pueblo durante las horas que este no molía, o con el desvío de la nueva línea férrea, que si bien arribó a sus muelles de carga, produjo más escándalo y murmuraciones por olvidar por el camino a dos poblaciones, que verdaderos beneficios. Bajo la nueva luz del progreso, era por fin el momento propicio para soñar con hileras de silos capaces para todo el cereal y la harina de la comarca, con maquinaria para todas las tareas y un tránsito infatigable de camiones, con la desecadora, la fábrica de piensos, la envasadora y lo mejor de todo; un salario asegurado para todo aquel que deseara escapar de la otrora tiranía insalvable de la tierra. En pocos años, todo ocurrió tal y como lo imaginara el genio empresarial de Gerardo, que sin embargo, como el provinciano que siempre fue, no contó con su forzoso tributo a los tiempos. A la primera de cambio se dejó sorprender por la blandura de una nueva casta de políticos jóvenes, sin apellido y demasiado temerosos de agraviar a los votantes para atender sus demandas; se atrevieron a llamarle cacique trasnochado en sus propias narices. Con las huelgas duras de los años mil novecientos setenta y ocho y setenta y nueve, todo el imperio, privado de los sólidos asideros de antaño, se tambaleó y tan en solfa se pusieron su autoridad y su posición de siempre, que el Señor de Tebrés, que no era un político y menos aún hombre al tanto de derechos civiles y democracia, no vio más salida que responder con toda la contundencia que genera la indignación y el miedo: cortó el suministro de su agua potable y forzó al viejo amigo gobernador, a hacer intervenir a la Guardia Civil. Sobre la ola de protestas y el gran escándalo que la prensa nacional aireó durante semanas, sobre la catarata de dimisiones y sobre las muy gruesas palabras que el señor ministro en persona le escupió en la cara el infausto día que, llorando como un niño, suplicaba por no entrar en prisión, todavía no era posible hacer mención sin provocar la ira de la familia o la maliciosa chanza del pueblo. No obstante la tranquilidad regresó pronto al llano; unas generosas aportaciones al partido ayudaron a dar rápido carpetazo a tan penoso asunto, sin más consecuencias que un efímero descrédito del apellido por las altas esferas del poder. Mientras tanto un silencio vendido y la selectiva desmemoria clan, hicieron lo necesario restañando las heridas del orgullo.

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