Translate this site

sábado, 5 de febrero de 2011

Canfranc / La ruta del oro nazi

Puede que a más de uno le llame la atención que durante buena parte del siglo pasado la segunda estación de tren más grande de Europa, no estaba en París, en Madrid o Berlín, sino en un remoto poblado incrustado en medio de los Pirineos. La apertura de una conexión por tren con Francia a través de la parte central de la cordillera, una empresa largamente acariciada por el regeneracionismo hispano, colocó a Canfranc en el mapa en la primera década del siglo XX, cuando la pequeña localidad aragonesa se convirtió de la noche a la mañana en la capital ferroviaria del país.


En la estación había un hotel de gran lujo, un gran casino, la agencia de aduanas, una oficina del Banco de España, una cantina y una enfermería. Fue uno de los primeros edificios públicos levantados con una estructura de hormigón armado. 
Ocho años después de su inauguración, la línea ferroviaria y la terminal empezó a ensayar el papel que le tocaría desempeñar tres décadas más tarde. Pero conviene no adelantarse, porque es justo entonces cuando la leyenda de Canfranc comienza a fraguarse.

Un contrato entre los estados español y francés, determinaba que la estación tendría la doble nacionalidad a pesar de que tanto el túnel como el propio edificio se encontraran en territorio español. Esta doble nacionalidad adquirió al iniciarse la Segunda Guerra Mundial una enorme importancia estratégica. La estación era el centro del comercio de bienes de todo tipo entre España y Europa, en particular para el comercio de tungsteno y oro entre Alemania, Suiza, España y Portugal.
Canfranc podría ser el escenario de una película como Casablanca, aunque la historia de este paso fronterizo está todavía por escribir. La ruta del oro nazi a la Península Ibérica, la presencia de las SS y la Gestapo, la puerta de fuga de muchos judíos y hasta de los alemanes perdedores, y episodios de contraespionaje dignos de una novela de John Le Carré. Todo eso sucedió en Canfranc entre 1942 y 1945.


La aduana internacional fue reabierta después de estar cerrada durante la Guerra Civil española (1936-39) para evitar una invasión desde Francia. Poco después, en los años 1942 y 1943, vivió una actividad que jamás volvió a recuperar hasta su cierre definitivo en 1970. La supuesta neutralidad de España en el conflicto provocó que en esa época de convulsión en Europa llegaran a pasar 1.200 toneladas de mercancías mensuales en la ruta Alemania-Suiza-España-Portugal –entre ellas 86 del oro nazi robado a los judíos–.


En la estación ondeaba la esvástica, Alemania controlaba la aduana internacional, un grupo de oficiales de las SS y miembros de la Gestapo, residían en el hotel de la estación, mientras otro lo hacía en  el propio pueblo. España no estaba en guerra, pero Franco tenía una postura de no beligerancia «sui generis». Debía devolver la ayuda que Hitler le proporcionó en la Guerra Civil, lo que se tradujo en enviar a Alemania toneladas de volframio de las minas gallegas, un mineral fundamental para blindar sus tanques y cañones. Muchas de esas explotaciones fueron abiertas por empresas alemanas que operaban en España a través de la sociedad Sofindus (Sociedad Financiera Industrial), un holding alemán muy bien conectado con Demetrio Carceller, director del Instituto Español de Moneda Extranjera (IEME), único organismo que podía comprar oro.

Los «documentos de Canfranc», prueban que a cambio de esa ayuda estratégica para prolongar la contienda, España recibió al menos 12 toneladas de oro y 4 de opio, en tanto que a Portugal llegaron 74 toneladas de oro, 4 de plata, 44 de armamento, 10 de relojes y otros enseres, producto del expolio a los judíos. Portugal era la puerta de entrada de mercancías de Sudamérica y, al final de la Segunda Guerra Mundial, la de salida de muchos alemanes que se refugiaron en Argentina, Uruguay, Brasil o Paraguay. 


No hay comentarios: