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domingo, 3 de marzo de 2019

Rapa Iti, día 2


Rapa Iti es un topónimo que suena exótico. Tan pronto como supe de él, ya vi su nombre escrito en libros de navegantes. Lejano y luminoso. Una isla de piratas y galeones, sacada de uno de esos relatos de Stevenson, donde las playas son paseos infinitos orlados por rascacielos de palmeras y los hombres beben ron antes de abordar a cuchillo, naves repletas de tesoros.
Ahora que estoy aquí, he cambiado de opinión. Es mucho más verde de lo que pensaba, pero no tiene playas doradas ni palmeras. Los galeones, son en realidad media docena de veleros pequeños amarrados a un espigón de troncos, los piratas son unos pocos maoríes abducidos por la modernidad o multiétnicos tipos de ciudad, vestidos con Adidas y vaqueros de marca, y todo lo que no pertenece a la estricta inmensidad del océano, es un volcán viejo, vencido por la erosión y dos miniaturas de metrópoli del futuro, que se miran a los ojos por encima de una lengua de mar.

Esta maldita resaca y el jet lag pesan lo suyo, pero me puede el ansia de descubrir una isla de la que por ahora sólo puedo decir que he descubierto que quiero descubrir por encima de todo. Cámara al hombro, he cruzado dos veces Europa, media África  y algo de América del sur, pero algo íntimo me dice que es la primera vez en mi vida que pongo un pie en este lado de la Frontera. Tampoco me engaño; la ilusión de haber dado con un mundo al margen del Mundo, está ligada a los mitos románticos que uno se va forjando a lo largo de la vida, pero aun así, es una perspectiva que me seduce como una droga.
Anoche, en algún momento después de las dos, cuando ya habíamos perdido de vista a Ana, nos sorprendió a Marc y a mí, un lugar de las afueras, más allá del Casino y unos campos de deportes; parecía uno de esos locales cool que te podrías encontrar en Madrid, si Madrid tuviera una selva que lo devora todo,  pero resultó un templo consagrado a la irrealidad y a la transgresión, que te invitaba a bajar a su infierno particular y allí se abría a una playa solitaria y negra como la noche: un cocinero francés y sus ayudantes tahitianos, marisco, camareros, vajilla, mesas, alcohol, risas, cocaína, música, gente desnuda a la luz de las antorchas, plantas consumiéndose en cuencos, cuyo humo era psicodelia pura, un malabarista ciego y un contador de cuentos, la pleamar anegando el local cuando rayaba el alba… Un vértigo desenfrenado, sin reglas ni convenciones, transitando al filo de un peligro tan inminente como indeterminado… Lamento en lo más hondo que sólo me queden sensaciones e imágenes vagas, y que ni recuerde el momento en que me venció el sueño, ni cómo me las apañé para llegar hasta mi habitación si todavía no me he aprendido el camino del laberinto. De todas formas allí he despertado, solo  y con una sensación residual tan gozosa que he tardado en reparar en que toda mi vida anterior ya se me antojaba estúpida y superada.  Eso sí me ha dado un poco de miedo y también el detalle de que mi baño haya sido renovado de madrugada. Decidido a no hacerme por el momento tantas preguntas como se me ocurrían, simplemente he inaugurado el retrete. Ya me angustia bastante la certeza de que nunca sabré contar con precisión qué es lo que he encontrado e imaginar el regreso y volver a cenar solo, otra triste tortilla francesa delante de la tele. 
Por la mañana, no sé a qué hora, empezó a llover y sigue lloviendo ahora que es más del mediodía. He visto la información meteorológica sobre algo que podría haber sido un televisor, aunque no lo era, y resulta que nos está rozando la cola de una borrasca antártica. También es mala suerte, joder. De todos modos, el programa para hoy nos pone a cubierto. Toca visitar dependencias bajo la montaña; nadie lo ha dicho, pero se que se trata, nada menos, que al oscuro corazón de la Bestia. El nuevo oráculo de Sadoqua, por primera vez en televisión. Todavía me parece increíble pero quizá por esta falta mía de costumbre a que me aborde la buena fortuna, creo que no soy del todo consciente de lo que representa. Y la razón me dice que será el reportaje de mi vida, una de esas oportunidades que no se repiten...  Ojalá, por esta vez, sea verídica la historia del viajero...
Por el momento llevamos una hora esperando en la cafetería del hotel a que Ana, la candidata a la consagración mediática, baje a desayunar. Me interesa oir lo que va a contar de su correría nocturna con el capitán noruego, porque no me atrevo a aventurar cuánto va a mentir...
Marc mordisquea galletas saladas y no dice nada, aparte de quejarse por lo que le duele la cabeza. Puede que aún ande en trance...
Damián se ha despedido con beso de tornillo de una rubia rollo Brigitte Nielsen y desde entonces deambula colgado del teléfono... 
Me agobia el gentío que ha entrado de pronto buscando refugio de la lluvia, o tal vez a comer, almorzar dicen en los países avanzados. La hora concuerda. Salgo a tomar el aire a una coqueta terraza cubierta, que con prolijo tallado en madera, protege la puerta de atrás y da cobijo a cinco mesas, con sus sillas de caña mirando al mar. Todo aquí, mira al mar y le da la espalda a esta montaña impresionante que amenaza con aplastarte.
A pesar del nublado, la luz hiere los ojos. El aire huele a moho y a vegetación putrefacta. La calle se vería desierta, si no fuera por los que de cuando, aquí y allá, unos tíos la cruzan a la carrera y desaparecen presurosos tras misteriosos portales y me intriga el paradero de la turba de pájaros que ayer lo cagaba todo. El mar parece de plata y la brisa del sur lo agita con un meneo corto y frenético que no levanta oleaje. 
Este frío me está dejando tieso. ¿Pero cómo coño me iba a traer unos calzoncillos marianos a la Polinesia?

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