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martes, 6 de septiembre de 2016

Mariela y el mal de amor XVIII


Hace una semana que volví a trabajar. Bueno; hoy por la mañana, tenía revisión médica. De allí vengo. Quizá haya sido la penúltima. Según la doctora, ya no me visita mi amigo el doctor Asthon, estoy recuperado. Asegura que mi leve cojera desaparecerá con el tiempo, igual que las molestias que siento por la noche. Ya veremos...

Entro y cierro la puerta a mi espalda. Me sobrecoge el silencio, la penumbra me envuelve y avanzo con cuidado de no tropezar. Queda vajilla sin recoger, el sofá está revuelto y sigue sin retirarse el cesto de Fellini aunque ya murió en primavera. ¿Se verá como una renuncia a la esperanza de que pueda volver? ¡Hum! Sigo hasta la ventana y corro las cortinas para dejar entrar un rayo de sol, sesgado y diagonal, que llena el salón de una claridad mortecina. El aire aire huele a las lentejas que cociné por la mañana; eso me recuerda que también queda un trozo de lasaña en la nevera y solo me toca calentar la comida antes de ir al trabajo. Bueno, y airear la casa y hacer la cama y fregar los platos. Suspiró mirando el reloj y me siento a fumar un cigarrillo mientras dejo que el silencio que me engulla.

Mi relato sigue sobre la mesita. Julia lo leyó, dijo que era bueno y lo llevó a imprimir. 

“Te quejas mucho de ella, pero siempre te da el empujón que necesitas ¡Pasmao!”, apuntaría Matthieu antes de seguir haciendo gala de lo al tanto que está de mi cobardía: “Es obligado que se lo enseñes primero al Tigre. Ya sé que te jode, pero no olvides que se ofreció a publicarte y que es quien te paga el sueldo”

No me olvido, pero sí. Me jode presentarme suplicando, al fin y al cabo, para someterme a la fiscalización del capullo de Arthaud, de la Canard, de Leroy… ¡Buf! Además, Julia tuvo mucha prisa. No está para publicar. No. No se trata de una evasiva para ganar tiempo. Al menos, no solo se trata de eso. Creo que es demasiado neutral, que no se capta en toda su crudeza la transgresión y la crueldad que emanaban los personajes y que reescribiré los tres o cuatro últimos capítulos. Desde que Mariela, abandonada por Mercader en Estoril, sin un chavo, ni más ropa que el hábito de monja que llevaba puesto, telefoneó desconsolada al bar para implorar que Chema, su primer camarero, la fuera a buscar. 

Alargo el brazo y tomo los papeles para dar con el gran momento. No lo encuentro. Da igual. Bien pensado, tampoco tengo tiempo de leer el pasaje. Me levanto y me voy hacia la habitación para arreglar la cama, aunque mi mente, como tantas veces que se cruza en la vida de la pareja, deja de ocuparse de lo que hacen mis manos: Tres meses, o poco menos, duró la escapada; una pequeña eternidad en la que no dieron más señal de vida que una mínima entrada con foto, en la sección de Sucesos del ABC. Una bomba que desató un calenturiento imaginario colectivo centrado en construir multitud de versiones de un mismo relato. Todas y cada una, basadas en la combinación más cruel posible de las palabras monja, casino, topless y lujo, junto a expresiones como su criada, nota de prensa del arzobispado de Málaga o compartir habitación. Así las cosas, no reunió valor Chema para correr en auxilio de su patrona sin viajar bajo el auspicio moral de su propia esposa, ni para no regresar con la mayor celeridad posible. Para entonces, Pascualón ya la había repudiado de manera pública y mudado con sus hijas a su casa del pueblo. Mariela, que antes hubo de pasar por peluquería para remendar que Raúl la hubiera rapado según entendió que debía ser un buen look conventual, se recluyó en su piso de la plaza del Narciso.

Todas sus amigas, hasta las íntimas, declinaron de golpe asistir su soledad, pero Mariela no habló de traición, ni que acusó a nadie de hacer lo que ella misma hubiera hecho. Puede que hasta entendiera como de ley que le tocaba pagar por el terrible pecado de traicionar los sacrosantos principios que habían regido toda su vida. Como fuera, tampoco esperó mucho hasta que su hija Belita, la mayor, llegara a un arreglo con la conciencia y cediera a visitar a su madre. Primero de tanto en tanto, pero pronto con la asiduidad que requiere el despertar de un sincero sentimiento de comprensión y amparo. No era raro verlas pasear, tomar un café en una terraza o andar de compras. Siempre embelesadas en su conversación y ajenas a miradas y murmuraciones.

Tardó semanas en regresar al bar y cuando lo hizo, sorprendió por su aspecto delgado y por lo raquítico de su maquillaje. Había perdido también el don de la conversación, la facilidad para la sonrisa, garbo, desenfado y hasta el brillo de sus ojazos negros. Ausente y taciturna, ocupó un anodino puesto en la cocina, que defraudó, y no poco, a los muchos admiradores de su golpe de cadera.

Quizás por esa tendencia natural de las cosas a construir normalidad, sea cual sea, lo cierto es que el bar las Cumbres no sufrió ningún gran descalabro en lo que al negocio se refiere. En todo caso se seleccionó algo la clientela, pero una vez recuperados todos del acontecimiento morboso que supuso la fuga y regreso de la descastada, retornaron sin más los estándares de toda la vida. 

Este instante de paz que la azarosa vida regaló a Mariela, ayuda a que también yo me evada un tanto de su recuerdo. Lo suficiente para sorprenderme doblando la camiseta de dormir de Julia, mientras aspiro su perfume y sonrío amoroso. ¿pero qué cojones haces, imbécil? y acabo la doblez con un manotazo airado.

No había dicho que ahora mi casa, es la casa de Julia. ¿O viceversa? Ni lo sé. El caso es que, a causa de mi pierna impedida, tuve que tragarme cuanto le había dicho y avenirme a aceptar su techo y su protección. En definitiva; fue una mera cuestión de accesos y dependencia, que, si en su momento tuvo sentido, ya no justifica que no vuelva a mi cochambroso piso de Saint Denis. Cuando lo pienso, siento que es un camino que debo tomar cuanto antes, aunque al final, siempre me echa para atrás el temor a generar una situación incómoda, casi indecente. Aún pesan demasiado sus desvelos, sus mimos y su dedicación como para sentirme liberado y vuelvo a sufrir el desasosiego de saber que mi continuidad en esta casa, se considera fuera de toda duda y de verla desempeñar un rol de pareja que se ha inventado. Nunca hace mención al asunto, al menos, a mí no me le dice, pero no cabe duda que se siente cómoda compartiendo su cama conmigo y, lo que es peor, legitimada a la hora de hacer planes de manera unilateral, ordenar mi vida y reprimir mis malos hábitos. 

“Tú, estás bien jodido”, suele decir Matthieu, con el jodido en español.

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