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viernes, 1 de junio de 2012

Mariela y el mal de amor XIII



Este domingo me sorprendió el propio Monsieur Mattarasa, presentándose aquí, en mi habitación. Algo que en ningún momento y bajo ninguna circunstancia hubiera imaginado. Entró sin llamar, cabizbajo y adusto, tal y como le gusta presentarse ante los subordinados. Cruzó frente a los pies de la cama y, manos a la espalda, fue a plantarse ante mi nueva ventana de tristes vistas. El sol entraba como un tiro aquella mañana; tan radiante que se hacía doloroso al tratar advertir en la zuña del patrón algún signo por el que preocuparse. Guiñando un ojo y haciendo visera con la mano, pude a duras penas hacerle un reconocimiento somero; su color y rictus eran los de siempre y sus ojillos de gorrino no decían nada digno de mención. Ninguna señal invitaba a atrincherarse, pero el hecho de que se hiciera acompañar de Joël Arthaud, el membrillo de mi supervisor, tampoco era motivo de tranquilidad. Por todo lo demás; intemporal con su traje gris de espiga, su bragueta entre las rodillas y su chaparruda silueta de siempre recortada en el contraluz. 
Carlos, 2000
lápices de color y pastel


-¿Cómo se encuentra “Lanaspá”?- soltó Mattarasa esbozando una mueca que se me reveló como un apunte inequívoco de sonrisa. Es verdad que no era un gesto jovial, pero a todas luces estaba hecho de la misma materia que el afecto. Me puse en guardia, sin embargo aquella traicionera situación me superó tan de largo que el rubor que se apoderó de mi espíritu, temo que también lo hizo con el resto de mi persona. De todas maneras y aprovechando que él fingió no reparar en el detalle, me tomé otro momento y tragué más saliva antes de responder con un escueto y atropellado: “Mucho mejor. Gracias”. Entonces fue cuando se acercó al borde de mi cama y usando un tono que ni conocía ni imaginaba, casi entrañable, se interesó por los detalles del accidente, de la operación, por la recuperación, por la opinión de los médicos y hasta por mi estado de ánimo. No hubo reproches, ni alusión alguna a mi torpeza, a lo inconveniente del momento o a las horas de trabajo perdidas. Acaso una vez se refirió a la responsabilidad, a la eficiencia y a la fidelidad debidas, pero al poco derivó su charla hacia un generoso reconocimiento a mi entrega. Aquello hizo saltar de golpe todas mis alarmas y por más que el ogro, tigre según Matthieu, siguió con su enaltecimiento del esfuerzo personal, haciendo gala además de una cierta euforia gestual y festiva, mi máquina automática de hacer preguntas ya se había puesto en marcha. Inquieto, busqué primero explicación a todo aquello en los incoloros ojos de Arthaud, del que hay que hacer notar que no había perdido la ocasión de colocarse junto a la mesilla para curiosear mi traducción del manual de afeitadoras chinas, pero allí solo hallé una sonrisa estúpida y unos dedos transparentes, cuyas asépticas puntitas pasaban páginas, sin arrojar luz sobre mis angustiosas dudas. 

Supongo que pude haber pensado que de pronto se valoraba mi labor en la editorial, que todo aquel alarde de cordialidad no era sino el subidón propio de quien después de los sesenta se liga a una modelo rubia y veinteañera, que una buena fuente le había asegurado un aplastante triunfo del FN en las legislativas, incluso que el Estado le había encomendado la labor de publicar le Journal Officiel, pero en realidad la única idea verosímil que me iba y me venía y no se acababa de marchar era la de estar sufriendo uno de sus famosos despidos sin indemnización. Tenía cierta lógica dada la puesta en escena y después de todo, aquel enjabonamiento podía venir muy a cuento. En todo caso Mattarasa seguía hablando aunque la realidad es que hacía varios minutos que ya no le escuchaba. Por eso cuando me puso la mano en el hombro y dijo con voz queda y honda: “¿Entonces qué me dice? ¿Acepta el reto?” 

Me sobresalté -Eh... Hombre, yo… No sé qué…- Y ciertamente; ni sabía, ni era capaz de imaginar lo que comprometía un sí y un no, pero menos que nada quería parecer idiota en un momento así, por lo que opté por poner cara de bobo y aguantar. 

-Sea usted valiente. El mundo es de los valientes- sentenció y luego se rió con una risa ancha y volandera mientras emprendía camino hacia la salida –Ahora le dejo. Descanse. Lo primero es que se recupere. Entre tanto piense en lo que le he dicho y no deje de venir a verme. 

Arthaud, que seguía de cerca a su amo, elevó una ceja a modo de “adiós, pringao” y cerró la puerta.

2 comentarios:

María dijo...

¡¡Vaaaaya FELIPE!! yo también elevo la ceja, pero de admiración...

esto está muy bien... aunque me deje en ascuas ¿un accidente laboral? ¿un jefe déspota y tirano que te va a ver? ¿una simple pesadilla? da igual, me ha gustado.

Un placer encontrarte o... ¿quizá me has encontrado tú a mi? también da igual:-)



Que tu domingo hoy te deje una vista bonita... al menos aquí, hace un día precioso.

Felipe Postigo dijo...

Muchas gracias María y también un placer por el mutuo encuentro.

Un fuerte abrazo

PD: No lo pone, pero la historia continuará