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sábado, 26 de marzo de 2011

Mariela y el mal de amor VIII

Zaipi, 2000
Escribo una fecha; “mayo de 1998”, aceptando que también pude haber pensado en junio o julio de otro año. Debajo hago una lista con los detalles que he ido recordando, y a pesar de ordenarlos con esmero, hago cambios y recoloco cada una de las muchas veces que la leo a continuación. Sigo: “Todo ocurría deprisa. Muy deprisa. Lo que hoy era un rumor, mañana era el pan nuestro de cada día y a la siguiente semana, mucho antes que todo el mundo estuviera al corriente, ya había pasado a ser historia. Así que una tarde, sin que yo hubiera advertido movimiento alguno, alguien mas avispado, ya avisó que los de afuera, hablaba de los clientes del bar, andaban mancillando el buen nombre de la dueña de la casa y recelaban de forma capciosa sobre lo que presuntamente se cocía en el misterioso salón.
“Salón” era la forma solemne con que los camareros se referían al cuchitril donde nos emborrachábamos. No hay que ser muy listo para deducir que los desmelenes, carcajadas y sofocos que no siempre reprimía Mariela, no pasaban inadvertidos para la masa de trabajadores que frecuentaba el bar después de las siete; siempre tan ávidos de carajillo, Soberano y Farias como de cualquier imprevisto, candidato a emoción” A pesar de estar bien acostumbrado a la capacidad de la pareja para abstraerse de cuanto ocurría a su alrededor, admito que su laxa actitud ante aquella contingencia, me dejó pasmado. Yo, en mi línea cándida habitual, había profetizado: “Mariela va a poner freno a todo esto, y Raúl tomará conciencia del problema. Estallado el escándalo, los chismes correrán como la pólvora y se cargarán las tintas hasta que Pascualón ya no tenga más remedio que atender, de una vez por todas, sus deberes con el honor” Me equivocaba. Al poco si empezaron los rumores y con las tintas bien cargadas, pero ni Pascualón encontró razón alguna para dejar de jugar tranquilamente a las cartas en su mesa de siempre, ni los amantes hicieron mención de cohibir su efusividad. La verdad es que aparte de mi propia inquietud, en los siguientes días no percibí más reacción que cierto brote de miradas displicentes a mi paso por el bar y un silencio algo feroz a cada apertura de la puerta del salón. Los obreros siempre han mirado con desdén y resentimiento a los estudiantes, pero aquello se veía que ya no tenía tanto que ver con viejas alegaciones interpuestas al disfrute de una vida más o menos regalada, como con los insondables misterios que habitan al otro lado de las puertas de la lujuria. Es la única vez en mi vida que me sentí activista sexual, y ciertamente lo recuerdo como una experiencia desbordante. Desbordante y efímera. Sobre todo efímera, por que naturalmente duró lo que duró el malentendido.
Vuelve a sonar el teléfono y vuelve a ser Matthieu. Respondo y lo primero que me dice es que no me puedo perder el espectáculo; la ciudad parece Venecia. Se ha inundado el metro, hay apagones y la circulación es un desbarajuste. Le ha dicho la policía que no podrá llegar a casa hasta dentro de un par de horas; así que ha decidido irse a cenar por ahí. Me invita, si soy capaz de vestirme de explorador y luego me pago una copa. Hago un rápido inventario de mis víveres y acepto de mil amores. Conozco el tailandés que me propone en Gabriel Péri; no queda lejos y no está mal.
–Nos vemos en media hora. Au revoir!

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