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domingo, 9 de enero de 2011

Mariela y el mal de amor II

Raúl era un niño, y a mi ya me lo parecía entonces, irritable, arisco, maniático, narciso e insoportable que por si fuera poco, tardó años y años en socializarse. Pese a todo, cuando se hizo con algunos amigos, se reveló de inmediato con unas dotes innegables de líder, cosa que por cierto, en adelante cultivó hasta el éxtasis. También se desarrolló físicamente antes y, a decir verdad, más que la mayoría de nosotros, lo que unido a su genio deportivo, le convirtió en uno de esos pequeños ídolos escolares a los que la lógica de los doce años,  les eleva sin prólogos a los altares de la sacralidad. No era, y nunca lo fue, un buen estudiante, pero eso, lejos de suponer un inconveniente como le hubiera ocurrido a cualquier otro, en él sólo se sumó a su larga lista de encantos incontestables. No se puede negar, yo al menos no lo hago, que el hecho de no tener hermanos y ser hijo de un acomodado industrial bien dispuesto a agradecer a los Padres Escolapios sus desvelos por el porvenir del nene, resultó determinante a la hora de, tal vez entre otras cosas, maquillar su expediente escolar. En realidad lo que opino yo es que resultó tan vergonzosamente determinante que hizo que terminara el COU con tan sólo un año de retraso y se atreviera con la aventura de empezar una carrera universitaria; veterinaria, creo recordar.
Zaipi, 1992
No diré que no fuera un tipo inteligente; lo era. Más inteligente que yo y más inteligente incluso de lo que aseguraban sus muchos incondicionales y no negaré que afloraban en él claros rasgos de genialidad, aunque las más de las veces, peligrosamente desatada. Tampoco voy a decir que su hechizo personal no fuera obvio y arrollador, ni que su fuerte personalidad y su desenvoltura no cautivaran a cualquiera. Mucho menos me atrevo a poner en cuestión su reputada belleza física o el acúmulo de experiencias que se le atribuían y de las que no dudo que se correspondieran razonablemente con la realidad. No. Lo que digo es que muy por encima de eso y aun a pesar de todo ello, Raúl Mercader era, en el sentido más peyorativo posible del término, un auténtico hijo de puta.
Merced a una desdichada combinación de circunstancias y también por culpa de ese raro sentido de la fidelidad y de la amistad que crece en la adolescencia, durante el bachillerato coincidimos contra todo pronóstico en la misma pandilla de amigos. Como si de pronto y para mi sorpresa, no contara el pasado; entendí espontáneamente que tal vez era la hora de intentar un esfuerzo por soportarnos. Pasó el tiempo, pasaron varios años, y reconozco que nos soportamos sin demasiado esfuerzo y en medio de un cierto grado de camaradería; puntualmente con algún momento de complicidad. Quiero precisar que nunca pasamos de allí.

Contnuará

2 comentarios:

mariangi dijo...

¿Cuanta gente aparece asi en nuestra vida?...

Felipe Postigo dijo...

Pues si. Es sorprendente, a poco que te fijes, la cantidad de prejuicios que nos condicionan la vida.

Gracias, mariangi