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lunes, 30 de mayo de 2011

Epitafio para Bella

Damián
Lápices de color

No recuerdo cuando la imaginé, ni cuando le puse nombre, pero si puedo asegurar que crecimos juntos y que fuimos pareja estable durante buena parte de la infancia; aun en esa edad en que niñas y niños se sienten enemigos irreconciliables. Ella era de natural pasiva y dependiente, demasiado dependiente, me pareció a mí al rozar los quince, así que al mismo tiempo que moldeaba sus piernas definitivas, le retocaba pómulos y labios y la dotaba de mirada candente y contornos de mujer, intuí que debía tener un carácter propio y se lo di, por que mi compañera soñada debía ser perfecta en todos los sentidos. Tan bella se volvió con los retoques que en adelante arrasó con cuantos corazones encontró a su paso. Tan independiente, segura y autosuficiente que antes de los diez y ocho ya se había matriculado en una carrera distinta a la que habíamos acordado y tenido aventuras con algunos de mis mejores amigos. Naturalmente aquello me pareció demasiado y sentí celos, pero ella zanjó la cuestión al regresar a casa una madrugada en la que yo dormía: “Seguiremos juntos mientras los dos queramos seguir juntos, pero no te confundas; yo no coarto tu libertad y no permito que tu condiciones la mía” Estaba muy claro. Además tenía razón. Yo mismo le había enseñado eso, aunque cuando lo hice no contaba con la gran ventaja que le concedía sobre mí: en ninguna aventura extramatrimonial, en ninguna otra mujer, tendría nunca ni la más remota posibilidad de encontrar ni una pizca de su belleza, de su dulzura y de su comprensión. De un golpe, entendí que no estaba a su altura y que la estaba perdiendo, pero no acerté a hacer nada para remediarlo. Más tarde me enteré de más aventuras con más amigos, también con enemigos y desconocidos y hasta con tipos de mal vivir, mucho mayores que ella. Empezó faltando algunas noches. Yo ya no me atrevía a reprocharle nada, ni a pedirle más explicaciones. Tampoco era necesario; ella misma, con toda naturalidad, me ponía al día. También de sus andanzas sexuales, y tan detalladamente, con tal escenificación, que siempre conseguía excitarme a pesar de mi nula predisposición y con el tiempo hasta hacerme desear, más que nada en el mundo, verla haciendo el amor con aquel tal..., no recuerdo, del que tanto y tan bien me hablaba. A esto nunca accedió. 

Poco a poco, se hicieron más frecuentes y largas sus ausencias, hasta que un día, como no podía ser de otra manera,  desapareció para siempre. No la he vuelto a ver. Alguien me dijo una vez que se marchó a la capital de la mano de un gitano y que una vez allí enseguida se casó con un millonario, que tuvo hijos, joyas, coches de lujo y una mansión, pero que un buen día lo dejó todo y regresó con su gitano con la morriña con que se regresa al nido. Al fin; un mafioso, traficante, que al poco la abandonó como mercancía usada en un sórdido burdel de provincias. 

Esta mañana, cuando revolviendo por el fondo de los viejos armarios, he encontrado su retrato, el que le hizo Damián aquel verano, en el jardín de nuestra casa, he sabido que mi egoísmo ya la había matado hacía mucho y que le debía, al menos, un epitafio para dignificar su etérea sepultura. No se bien que debo poner, pero sería una colosal mentira asegurar que nunca fue feliz, por más que su vida entera fuera un constante sobresalto y toda la satisfacción que encontró, fuera esencialmente autodestructiva. Así que creo que sólo escribiré que aunque tantos la amaron sin medida y algunos hasta el final de sus días, muy pocos pudieron compartir sus penas y absolutamente ninguno sus alegrías.

1 comentario:

Liova dijo...

Hola!!! Muy hermoso lo que relatas aunque triste y doloroso al mismo tiempo. BESITOS Y SALUDITOS EXTREMEÑOS.