Su oratoria era negra y cáustica, al parecer humorística para
los muchos iniciados, ya que una vez y otra, conseguía que la ciudad entera
riera con mimética risa boba y era también cruel en muchos momentos: de sus más
fieles, todos y cada uno, solía decir sin ningún reparo y sin sufrir más consecuencia
que otro incremento del gozo colectivo –“vuestra
vida vale menos que nada y sólo vuestro servicio incondicional a Dios, explica
que no seáis aniquilados ahora mismo”- En sus interminables alocuciones en el
templo, acostumbraba a no dejar títere con cabeza y desde su bien reconocida condición
de “Elegido”, señalaba incansable, con el dedo acusador, a los nuevos nombres y
apellidos del “Mal”que al poco era exterminado. Pero su punto fuerte, el
momento culmen de sus vibrantes arengas, coincidía con aquel en que exigía que
se viviera la “Palabra” sin detenerse a evaluar riesgos y de anunciar que, por “Mandato”, un día de aquellos
habrían de echarse inexcusablemente al monte. Eso sí, por si llegaba al punto
de tener que cumplir su promesa, fue sabido por los pocos que aun soportaron
saber la verdad, que hacía tiempo había
comprado en el extranjero impío “el carísimo derecho a llorar” Al fin y al
cabo, nadie podría decir que una sola vez en su vida hubiera puesto en duda que
“las lágrimas, cuando son sinceras, no fueran el pasaporte más legítimo a la bendita
tierra del asilo y del perdón”.
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