Tendidos
sobre las sábanas, miran absortos al blanco inmaculado del techo. La poca luz de una tarde que se muere, se
filtra por los visillos y baña sus cuerpos desnudos con un azul mortecino.
Silvia, se
diría que hablando para sí misma, susurra ciertos hechos ocurridos en el bar
Balaitus, cuando el cocinero quiso apuñalar a su ayudante a la vista de todo el
mundo. Beti y Macu, las dos chicas que atienden el mostrador, se refugiaron
aterrorizadas en el rincón de la cafetera tan pronto como la trifulca salió de
la cocina. Los clientes, que gracias a Dios eran pocos en aquel momento, y ella
misma, no acertaron más que observar atónitos la escena. Menos mal, que la
señora Clara, una sesentona que echa una mano hasta que le llegue la hora de la
jubilación, tuvo más valor y más serenidad que nadie y a golpe de empujones y
de levantar la voz por encima de los contrincantes, puso fin a la refriega.
David, dueño del bar y novio de Silvia, aseguró nada más enterarse que tomaría
medidas y que aquello no volvería a repetirse, pero al final no despidió al
cocinero, por considerarlo la verdadera alma del negocio, y tampoco a su rival
porque este fue más rápido asegurando que se iba para poner denuncias contra el
cocinero y contra el local.
Silvia hace
un receso para maniobrar y recoger sin dejar caer chispas, el porro que le pasa
Jeremías. Una densa voluta de humo se ha estacionado sobre sus cabezas y gira
mansa en dirección a la ventana. Desde la calle llega el murmullo sordo y
racheado del tráfico y un estrépito de voces de niños que se clavan como agujas
en los tímpanos.
Jeremías,
luciendo una sonrisa bobalicona, guarda silencio. No tanto porque le divierta
un relato que ya conoce de memoria, como por hallarse inmerso en el trance de
entregar su mente a los placenteros vapores del hachís.
Suena un
teléfono.
-
Será el pelmazo de Valentín ¿Qué querrá ahora?- piensa
pero no emprende ninguna acción.
-
Es el tuyo- anota Silvia, divertida por la ofuscación
de su compañero de lecho
Resulta ser
Miriam. Duda, pero responde una vez que se acomoda sobre un codo. Cena con las
amigas y volverá tarde, así que no hace falta que la espere, ni que se preocupe
por los críos; los ha dejado con su madre.
Cuelga y se
deja caer de espaldas - Unas lobas andan sueltas- murmura y sonríe enseñando
ahora unos dientes afilados.
-
¿Qué?
Jeremías no
puede sustraerse a una estampa preconcebida y poco amable de las cinco mujeres;
demasiado arregladas para un viernes vulgar, cubata en mano entre una turba de
adolescentes y sentaditas, culo con culo, en un sofá, al modoso modo de sus
tiempos, mientras todas a una, escrutan el horizonte más proclive a albergar un
cachas libre... No es la primera vez que fantasea con la tendencia a que formen
manada ni con que bajo el hechizo de la noche, muten en auténticas
depredadoras. En realidad, un mala leche ya lo insinuó una vez en sus propias
narices... No dio crédito. O si... La verdad es que la imagen que guarda de la
hija pequeña del notario Campano, nada tiene que ver con una devoradora de
hombres, pero ¿quién puede saber si el desgaste de estos años no ha criado
dentro de ella un mister Hyde de aptitudes sorprendentes?
Siempre le
choca enfrentar esa inmutable idea de virtud que atribuye a su esposa, con la posibilidad
de que sea en realidad alguien muy distinto quien le hace la comida. De alguna
manera lo encuentra divertido y patético y al mismo tiempo desalentador, pero
ante todo le aboca a un deseo irresistible por seguir imaginando que casi
siempre termina en erección. No repara en que ha vuelto a ocurrir hasta después
de escuchar la voz jocosa de Silvia:
-
¿Otra vez?
“¡Miriam
follando con otro! ¡Como una perra! ¡A cuatro patas! ¿Ofreciéndose! Ella que no
me consiente más que mínimas variantes del misionero. Ella que se muerde el
labio para no gritar y que solo está pendiente de si la oyen los niños… ¡Una
puta!”
Se le tensa
el cuerpo.
“Jeremías,
Jeremías, Jeremías… Espabila ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que la conociste en
la facultad? ¿No eras tu el que decía que no hay monjita, ni preceptor que a
largo plazo se pueda impòner sobre los instintos? Entonces: ¿qué esperabas?
Todo era mentira. Ha vivido como una reprimida. No le has dado lo que esperaba.
Lo ha encontrado por ahí...”
Por un instante siente que todo eso es posible y
aunque enseguida vuelve a encontrar extravagante y hasta anacrónica semejante
deriva en una mujer con sus convicciones religiosas, ya ha abierto la puerta al
tropel de sus fantasmas y de nada sirve que eche mano de factores que a menudo devuelven la paz a su espíritu. Entre otras cosas porque
Silvia, acuclillada entre sus piernas, ya se aboca solícita para dar pábulo a
su lógica recalentada.
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