“Con la desmesura de sus hombros tapaba toda la puerta y aun tuvo que ladear la cabeza para superar la parte de arriba y entrar sin tocar. Claro está que nadie le esperaba allí y que sus llegadas solían imponer respetuosos silencios, pero a fe que nada en su expresión de aquella tarde hacía temer de sus intenciones. Acaso, digo yo, asistimos con algo de curiosidad por lo que el cornudo pudiera tener que decir ante tal foro. Desde luego, fuimos muy ingenuos al imaginar que Pascualón, recién espantados los lobos que le acosaban a Mariela, consentiría sin trauma ni dolor todo lo demás. Ahora sé que Mariela si sospechaba otra cosa y por eso soltó soltar un “Ay” bien agudo y aspirado, tan pronto como el gigante le echó la vista encima a Mercader, como una losa. La mujer, temiendo una tragedia inminente, retrocedió culposa hasta la pared, manos sobre boca, y Raúl, desmejorado como nunca le había visto, inició la acción de ponerse en pie, bobalicón y boquiabierto. Nunca he querido saber si aquel rictus fue por fin un rasgo humano, efecto del mal trago, o la sintomatología natural de quien se enfrenta a esa experiencia límite, tan frenética y ansiada. Sea como sea, todo lo que ocurrió después, ocurrió demasiado deprisa para mis reflejos, así que como testigo presencial no puedo decir más que primero voló la mesa, con la baraja, los ceniceros y las jarras de cerveza, que inmediatamente después lo hicieron Telete y Marquitos Aguilar, por su afición en profesar de escuderos, y que coincidiendo con el tercer aullido de terror, yo me abalancé hacia la puerta abierta y corrí. Sin respiración y empapado por un tremendo aguacero, me detuve al abrigo de una escueta marquesina de la calle de la Luna y para mi descargo, vi que me seguían todos, salvo los desventurados…”
Hace poco que la ciudad ha despertado con un sobresalto, como si un gurú del capitalismo, trastornado por otro delirio contable, hubiera vuelto a afinar la conciencia productiva. El estruendo de una hecatombe con olor a diesel y a caucho quemado, se ha desatado de pronto, por detrás de la bruma tranquila del río y sobre el silencio que alentaba el furtivo pilular de raules y marielas. Se dibujaba una raya fina que cortaba en dos apacibles mitades el plano del cielo, pero ahora, bajo esta luz miserable, no se adviertan mas que negros perfiles más allá del horizonte. Y también llueve. Casual o no, no había ocurrido desde la tarde de mi descalabro hasta esta madrugada en que Pascualón, volvía a desatarse en violentas sacudidas; precisamente las que llegaban a poner los puntos sobre las íes. Quizá sea eso lo que se me anuncia: el retorno al anterior estado de cosas, pero igual que Mercader, no estoy en absoluto dispuesto a imposiciones de ese orden. De todos modos, hoy tampoco veo cómo evitar el desagradable trance de recibir al doctor Asthon. Otra vez asumiendo que la estrategia de apelar a su honra profesional ya no da más de sí; que no me cree una sola palabra y que esa sonrisa cínica que enseña cuando me quejo, sólo indica hastío de escucharme. Pese a todo sigo ingresado, y eso ya me desconcierta más que me satisface, porque no se me ocurre una sola razón por la cual un tipo como él, estirado y burgués, se muestre indulgente con migo y mi miserable insolidaridad de emigrante. …he dicho que me desconcierta, pero es más que eso: me atormenta. Preferiría oír su desprecio que encontrarme con su insólito afán por contrastar radiografías, por palpar durante largos minutos la articulación en todo su recorrido. Barrunto, justo cuando me disponía a dar detalles de la brutal paliza, de los días de UCI, de las secuelas…, que tal vez no está muy seguro de haberme realizado tan buen trabajo. Y es terrible la mera sospecha, porque resultar solo otra víctima de la descuidada sanidad pública, me promocionaría sin escalas, a la categoría de cojo-tonto del haba, además de todo lo demás…
¡En fin! Con la misma cachaza de Pascualón, que según dicen, tras la faena se sentó tranquilamente a terminar la partida y esperar a la policía, me gustaría a mí seguir escribiendo esta noche, sin pensar mucho, hasta que llegue la hora…
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