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sábado, 24 de agosto de 2013

Sombras de ángeles / primer encuentro

No esperaba un cielo tan gris, ni sabía que los paraguas hubieran dejado de ser negros… ¿y esta lluvia de abril?, tampoco figuraba entre lo probable… –Otra vez estereotipos- mientras a un metro de mí, donde ya no protege el toldo de rayas, las gotas golpean con saña contra el rojo y el amarillo de esta acera con aire cosmopolita. Todo a mí alrededor, desde el verde británico del césped, hasta el optimista colorido de las nuevas abuelas españolas, me parece un imprevisto. No sé si será la sorpresa la que ejerce el raro efecto hipotensor que me insta a no moverme, a no tomar decisiones. 
Damián.
 Acuarela sobre papel "bb"
Sigo esperando. -A pesar de todo, debería acercarme a las oficinas municipales- pienso, pero al instante razono que tengo tiempo suficiente para tratar el penoso asunto que me ha devuelto a España; que primero debo hacerme con una habitación, estudiar la documentación de que dispongo, visitar a Lucía y también, aunque me cueste; dar una vuelta por casa… Suena extraño volver a decirlo y un escalofrío me recorre la espalda. Mejor sería ir haciéndome a la idea del olor a rancio que me espera, de la penumbra, de los fantasmas agazapados, de los muebles, de todos los objetos dormidos bajo años de polvo… y del atroz silencio de las estancias vacías... Cierro los ojos para contener las lágrimas y en ese momento, contra todo pronóstico,  veo recrearse viejas escenas que nada tienen que ver con los muertos. Lola, Monferrán, Miguelín… A ninguno le pongo ya cara, pero no les hace falta para conmoverme mientras pasan otra vez camino del instituto, con su fardo de libros bajo el brazo, su melenita yeyé y sus vaqueros de campana. Se me escapa una risotada. Es ostentosa, pero breve y por aliviar presión más que por algún motivo humorístico. En todo caso,  motivo sobrado para que este distinguido octogenario, que lee la prensa y toma café con leche en la mesa de al lado, se moleste por entenderla una alusión desdeñosa a su persona. Se vuelve  y me azota en silencio con una mirada exorbitada, fría, incolora y enervada por encima de las gafas de leer. Yo sonrío, suplicando comprensión por el desliz. No hago mella. Me machaca con una altivez pomposa, estudiada para afrentarme sin hacer el esfuerzo de pasar a mayores. Me alarmo. Temo haber faltado al honor de un noble español, y mientras se me ocurre alguna frase exculpatoria, él, tranquilamente, arrastra por encima de mí su desdén. Cuando lo considera, regresa parsimonioso al periódico y yo tomo aire. De soslayo me fijo en su perfil, en el envenado grana de sus mejillas enjutas, en esa templanza, casi regia, en ese pañuelo de cuello y en lo que de incongruente hay entre su porte y la vetusta americana de cuadros… No tengo la impresión de haber rozado el altercado con un desconocido cualquiera. Claro que no. Vuelvo a mirarlo, pero a pesar de que mi curiosidad es casi certeza, desecho todo intento de presentación. No tengo cuajo para esperar ahora a una las mil formas en que es capaz de enredarse mi memoria. Nunca me gustaron las explicaciones debidas y esta sería larguísima y penosa antes de pasar a tópicos y obviedades, que como mal menor constatarían la implacable devastación que este tiempo asqueroso, que no respetó ni a la Bardot, nos causado. En adelante, si viene al caso, hare lo posible por seguir recordando al dandi del otro lado del mostrador del Banco Aragón, solemne cambiador de billetes de mil en moneda para la tienda, impecable galán, cínico esbozador de sonrisas y sarcasmos que siempre tenían por objeto ruborizar a Agustín delante de su cuñado en yerbas; yo. Verdad es que Agustín no se enfadaba por eso. En el fondo, se apreciaban y eran habituales compañeros de chanzas y vinos, incluso en los ratos que salía con mi hermana. -Pobre Agustín- Tan apocado, tan formal, tan trabajador y tan enamorado de la bruja de Merche. ¿Cómo se le ocurriría? Cierto es que mi hermana entonces, y a pesar de su culo de pera, era un pedazo de hembra, pero… hasta yo, que era un crío, comprendía que un lechuguino como él, no lo pasaría bien en manos de semejante pécora. Igual lo entendieron amigos, compañeros y otros hombres de buena voluntad que en ningún momento escatimaron consejos. Hasta mi padre hizo ver más de una vez sus reparos, y como no podía ser de otra manera, su señora madre, la viuda del ilustre notario don Agustín Brun y Valls, que se opuso desde el primer momento al noviazgo con toda la energía que cabía esperar: aduciendo autoridad de administradora legal y hasta razones de clase y posición. Al final, nada sirvió de nada; la determinación del desdichado Agustín resultó mucho mayor que su sentido común y la propia Merche que siempre lo había rechazado de plano, se vio de pronto en el trance de valorar las bondades de una vida junto a un hombre dúctil y una bonita fortuna. Siempre fue mujer práctica. Mucho más que yo. 

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