No esperaba un cielo tan gris, ni sabía que los paraguas hubieran
dejado de ser negros… ¿y esta lluvia de abril?, tampoco figuraba entre lo
probable… –Otra vez estereotipos- mientras a un metro de mí, donde ya no protege
el toldo de rayas, las gotas golpean con saña contra el rojo y el amarillo de esta
acera con aire cosmopolita. Todo a mí alrededor, desde el verde británico del césped,
hasta el optimista colorido de las nuevas abuelas españolas, me parece un
imprevisto. No sé si será la sorpresa la que ejerce el raro efecto hipotensor
que me insta a no moverme, a no tomar decisiones.
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Damián.
Acuarela sobre papel "bb" |
Sigo esperando. -A pesar de
todo, debería acercarme a las oficinas municipales- pienso, pero al instante razono
que tengo tiempo suficiente para tratar el penoso asunto que me ha devuelto a
España; que primero debo hacerme con una habitación, estudiar la documentación
de que dispongo, visitar a Lucía y también, aunque me cueste; dar una vuelta
por casa… Suena extraño volver a decirlo y un escalofrío me recorre la espalda.
Mejor sería ir haciéndome a la idea del olor a rancio que me espera, de la
penumbra, de los fantasmas agazapados, de los muebles, de todos los objetos dormidos
bajo años de polvo… y del atroz silencio de las estancias vacías... Cierro los
ojos para contener las lágrimas y en ese momento, contra todo pronóstico, veo recrearse viejas escenas que nada tienen
que ver con los muertos. Lola, Monferrán, Miguelín… A ninguno le pongo ya cara,
pero no les hace falta para conmoverme mientras pasan otra vez camino del
instituto, con su fardo de libros bajo el brazo, su melenita yeyé y sus vaqueros
de campana. Se me escapa una risotada. Es ostentosa, pero breve y por aliviar
presión más que por algún motivo humorístico.
En todo caso, motivo sobrado para que este distinguido octogenario,
que lee la prensa y toma café con leche en la mesa de al lado, se moleste por entenderla
una alusión desdeñosa a su persona. Se vuelve y me azota en silencio con una mirada
exorbitada, fría, incolora y enervada por encima de las gafas de leer. Yo sonrío,
suplicando comprensión por el desliz. No hago mella. Me machaca con una altivez
pomposa, estudiada para afrentarme sin hacer el esfuerzo de pasar a mayores. Me
alarmo. Temo haber faltado al honor de un noble español, y mientras se me
ocurre alguna frase exculpatoria, él, tranquilamente, arrastra por encima de mí
su desdén. Cuando lo considera, regresa parsimonioso al periódico y yo tomo
aire. De soslayo me fijo en su perfil, en el envenado grana de sus mejillas
enjutas, en esa templanza, casi regia, en ese pañuelo de cuello y en lo que de
incongruente hay entre su porte y la vetusta americana de cuadros… No tengo la
impresión de haber rozado el altercado con un desconocido cualquiera. Claro que
no. Vuelvo a mirarlo, pero a pesar de que mi curiosidad es casi certeza,
desecho todo intento de presentación. No tengo cuajo para esperar ahora a una
las mil formas en que es capaz de enredarse mi memoria. Nunca me gustaron las
explicaciones debidas y esta sería larguísima y penosa antes de pasar a tópicos
y obviedades, que como mal menor constatarían la implacable devastación que
este tiempo asqueroso, que no respetó ni a la Bardot, nos causado. En adelante,
si viene al caso, hare lo posible por seguir recordando al dandi del otro lado
del mostrador del Banco Aragón, solemne cambiador de billetes de mil en moneda
para la tienda, impecable galán, cínico esbozador de sonrisas y sarcasmos que
siempre tenían por objeto ruborizar a Agustín delante de su cuñado en yerbas;
yo. Verdad es que Agustín no se enfadaba por eso. En el fondo, se apreciaban y
eran habituales compañeros de chanzas y vinos, incluso en los ratos que salía
con mi hermana. -Pobre Agustín- Tan apocado, tan formal, tan trabajador y tan
enamorado de la bruja de Merche. ¿Cómo se le ocurriría? Cierto es que mi
hermana entonces, y a pesar de su culo de pera, era un pedazo de hembra, pero… hasta
yo, que era un crío, comprendía que un lechuguino como él, no lo pasaría bien
en manos de semejante pécora. Igual lo entendieron amigos, compañeros y otros
hombres de buena voluntad que en ningún momento escatimaron consejos. Hasta mi
padre hizo ver más de una vez sus reparos, y como no podía ser de otra manera,
su señora madre, la viuda del ilustre notario don Agustín Brun y Valls, que se
opuso desde el primer momento al noviazgo con toda la energía que cabía esperar:
aduciendo autoridad de administradora legal y hasta razones de clase y posición.
Al final, nada sirvió de nada; la determinación del desdichado Agustín resultó mucho
mayor que su sentido común y la propia Merche que siempre lo había rechazado de
plano, se vio de pronto en el trance de valorar las bondades de una vida junto
a un hombre dúctil y una bonita fortuna. Siempre fue mujer práctica. Mucho más
que yo.
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