Ante la inevitable caída del imperio, los máximos responsables políticos y económicos intentan persuadir a la ciudadanía de que “dolorosas” reformas son necesarias para la reconstrucción de sus ruinas. El miedo y la incertidumbre se convierten en aliados de los causantes de este desaguisado, que amenazan y aluden a la inexistencia de alternativas y al estúpido argumento de que el capitalismo es el menos malo de los sistemas conocidos. A lo largo de la historia no recordamos soluciones mágicas, pero sí existen medidas de sentido común que caminan justo en la dirección contraria a las que nos impone un sistema, con un notable déficit democrático, y que está blindado por fuerzas armadas dispuestas a emplear otra de las violencias sin contemplaciones.
Lord Keynes decía que “la dificultad no es tanto concebir nuevas ideas como saber librarse de las antiguas”. A pesar de la evidente crisis del sistema, los gurús de la debacle aplican la máxima del ex presidente de E.E.U.U., Harry Truman, “si no puedes
convencerlos, confúndelos”, de la que se han hecho expertos a lo largo de las últimas décadas, manipulando nuestra percepción de la realidad. Han creado una opinión pública falsa, comprada a través de “agencias independientes”, y nos la repiten en los medios de comunicación, pervertidos hasta el punto de que “los periodistas viven obsesionados con descubrir hechos reales, a fin de poder contar una mentira” (N. Mailer). Volvamos al siglo XXI. John Perkins, que fuera responsable ejecutivo de una gran compañía multinacional, explica en su libro “Confesiones de un sicario económico” cómo funciona el imperio capitalista: “se busca un país con recursos naturales, se le presta para que cree infraestructuras y se le endeuda. Cuando, inevitablemente, no puede devolver el dinero, le exigen la explotación de sus riquezas, le imponen bases militares, votos en la ONU, privatizaciones, más refinanciación, más deuda…y una aparente democracia que obedezca al FMI (Fondo Monetario Internacional) y al BM (Banco Mundial)”. Desde que en 1944 la Conferencia de Bretton Woods impuso el dólar como moneda de comercio internacional y creó esos organismos, el sistema capitalista mantiene a una sexta parte de los habitantes del mundo desnutrida de forma crónica, a 884 millones sin acceso a agua potable, a 924 en viviendas precarias, a 2500 sin cloacas y a 1600 que carecen de electricidad. Además, 774 millones de adultos son analfabetos, siempre según datos de la OMS (Organización Mundial de la Salud). El empobrecimiento de los más necesitados, acompañado del aumento de la riqueza de los más opulentos, es uno de los factores que ha provocado la actual crisis del sistema capitalista. Es decir, su innata avaricia. El mundo requiere de un urgente reparto de la “tarta”. No se trata de utopías inalcanzables ya que, tan solo con los beneficios del 1% más rico en los últimos 10 años, dejándoles sus fortunas intactas, sería suficiente para duplicar los ingresos del 70 % de la población mundial, salvando vidas y reduciendo penurias de forma inmediata. Y ya no se le puede echar la culpa al comunismo. Aún así, los líderes políticos de este moribundo capitalismo insisten en que, parafraseando a El Roto, “es necesario recuperar la confianza de los inversores en los estafadores”.
“Para escapar de su miserable suerte el pueblo tiene tres caminos, dos imaginarios y uno real, los dos primeros son la taberna y la iglesia y el tercero es la revolución social”, escribió Mijail Bakunin. No deberíamos malinterpretar estas palabras, sino, con la necesaria adaptación a esta nueva época, analizar la profundidad de la propuesta. No nos dejemos engañar ni amedrentar. La humanidad no puede corregir los hechos del pasado, pero sí anticipar los del futuro y claro que se pueden ir tomando medidas que palien la actual crisis y empezar a crear un sistema nuevo. Para ello se hace imprescindible un reparto digno de las “posesiones terrenales”, -las mismas que tanto desprecia la iglesia católica mientras multiplica su patrimonio-, a través de políticas fiscales honradas: el que más posee, paga en consecuencia; desaparición de privilegios para los millonarios, como las SICAV; cambio del sistema penal para castigar a evasores fiscales (el 69% de las empresas del Ibex 35 tiene negocios en esos paraísos), a los defraudadores, a los políticos corruptos y a quienes les pagan la mordida (no se conocen ejecutivos de grandes empresas que, habiendo corrompido a políticos, hayan acabado en prisión). Otra medida es el reparto del trabajo existente, aunque requiera un esfuerzo de la ya vapuleada clase asalariada. Así como la inversión en recursos públicos, que es lo que están haciendo los países nórdicos a los que alude ahora el posfranquismo hispano, como ejemplo a seguir, sin contarnos cuáles son las prestaciones sociales, salario mínimo y jubilaciones de estos países. Y una nueva cultura, impulsada de forma pedagógica por las instituciones, dirigida a una sociedad que transforme poco a poco sus hábitos y busque la felicidad, con sus necesidades fundamentales cubiertas, en el ocio y no en el consumo. Por nuestra parte, en Euskal Herria, este complejo objetivo de transformar, de alterar el actual estado de las cosas, requiere de la soberanía como paso previo necesario. Precisamos de una república con herramientas de poder para tomar nuestras propias decisiones, sin olvidar que la economía y sus autoridades están globalizadas, pero sabiendo también que contamos con un potente y combativo independentismo de izquierdas, con una ciudadanía que está demostrando su capacidad de movilización y con una presencia institucional más que notable (basada, ¡ya era hora!, en la unidad de acción). Para fortalecer ese anhelo de cambios sustanciales y acotar el poder de la delincuencia económica, la izquierda vasca debería apoyar, desde su reivindicación independentista, las iniciativas populares en el estado español y en toda Europa, como el 15M, con respeto y empatía. Porque como afirmó Jorge Oteiza, "hoy abertzale, si no quiere decir revolucionario, no quiere decir nada".
Fuente:
Patxi Zamora
Patxi Zamora
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