Abro las ventanas con el deseo de que este
lapsus de sol que nos regala el temporal purifique las estancias. Nada me
resulta tan familiar como esperaba; mucho menos el olor a polvo y madera vieja
que me embota la nariz. Tampoco recordaba la espiga del suelo, ni el cuadro de
la entrada , ni el color de las paredes; apenas el piano y algunos muebles. El
comedor es un solar, la cocina parece que fue abandonada con urgencia y el
pasillo se me antoja demasiado largo, interminable cuando me pongo a
recorrerlo. Dudo cual era mi cuarto ¿La tercera o la cuarta puerta? Opto por
una y acierto. La cama está desmontada contra un rincón, el ropero vacío y
abierto de par en par. No queda más rastro de mí que un desvencijado poster del
Real Madrid y el escritorio contra la pared. Me acerco con cuidado, como si
temiera del sonido de mis propios pasos y también abro esa ventana para ver los
detalles. Nada que ver, salvo la lámpara que el tio Abelino me trajo de Francia
y que mi madre colgó del techo, a pesar de encontrarla horrorosa, por que
estaba convencida de que era carisma.
-¡Mama!- repito como la misma congoja de hace un
rato y no se porqué me viene ahora a la cabeza en la otra casa, cuando aun
vivíamos en la calle Joaquín Costa: Una tarde, al volver del colegio, la encontré
llorando en la escalera, tan desconsolada que me hizo llorar también a mí aun
antes de saber que ocurría. El camión del Butano acababa de aplastar a Martín;
un hermoso animal blanco y negro que sólo se dejaba acariciar por nosotros dos
y que dormía en mi cama desde cachorro. Sabio, silencioso e infatigable
observador de ojos inmensos y enorme cabezón. Con algunos hosco pero que en
buena relación superaba en bondad a cualquiera de la familia -Nunca más tuvimos
gato-
Hago un esfuerzo para no dejar aflorar las
lágrima
s y paso de admirar el paisaje de campos, a abrir con decisión los
cajones de lo que fue mi mesa de estudio y ante todo mi mesa de oficina. En el
primero no hay más que restos de lapicero y canutos mordidos de bolígrafo. En
el segundo; papeles sueltos que no me dicen nada y cuya caligrafía no
identifico. También un cuaderno pequeño con la espiral aplastada. En el hay
escritas frases en francés y su equivalente en español. Luego un montón de
hojas sin usar y algunas sumas al final. De pronto me fijo: “Trinidad Pujol”
pone en la cubierta, sobre la marca “Guerrero”
-Trinidad Pujol… Trinidad Pujol...- repito - Mi
vecina de toda la vida, si contamos esta hasta los quince.
Trini era tierna como un peluche y violenta como
un volcán. La hija de la señora Ángeles y el difunto señor Nicolás. La
pelirroja asolada de pecas, la de los ojillos de pitiminí y la piel color de
requesón. La niña montaña que transitaba la vieja escalera de casa con
estruendo de parada militar.
La recuerdo sola, sentada en el suelo y abrazando
unas rodillas sucias y despellejadas. Mamás y monjitas lo tenían bien dicho:
“por potencia, por volumen y por chicazo, es un peligro para todas. Por bruta y
por zurda, un claro ejemplo de niña poco virtuosa y sin fuerza de voluntad”. Y
sin embargo no creo que nunca se quejara de eso. Desde un aparte, solía mirar
absorta y muda durante horas, como si asumiera que valía más aceptar su sino. La
dejaron crecer, eso si, y a los doce años seguía abultando el doble que la
mejor criada de sus compañeras de curso. Ni su popularidad ni su estima habían
mejorado y para entonces ya había unido los complejos propios de la adolescencia a la retahíla de
los otros muchos recogidos a lo largo de la infancia, más una mala uva
inmisericorde, nacida para no tolerar la cruel costumbre de llamarla panocha,
fea y marimacho. Yo era cinco años menor y gracias a no pertenecer al grupo de
riesgo, no me cuento entre los muchos mozalbetes de pantalón largo, y mostacho
bien plantado, a los que hizo huir a la carrera, si no llorando o con la cara
con un mapa. No obstante su reino del terror fue efímero, pues no duró mucho
más de lo que tardó la hermana Antonia, directora del colegio Santa Ana, en
hacer ver a la señora Ángeles que la niña nunca llegaría a ministra, ni siquiera
de la guerra, y que lo más conveniente era que aceptara el empleo de aprendiza
que Almacenes Santa Justa, almacenes en general, ofertaba para la señorita que
las hermanas recomendaran por su buen juicio. Trini, que aun no había cumplido
los catorce, se comprometió de mil amores a convertirse en mujer juiciosa, a
cambio de un escueto sueldo que daría algo de aire a la economía de los Pujol y
de no volver jamás por la escuela. Y cumplió. En pocos meses, se hizo patente
el cambio: toda la energía que había empleado en deslomar mequetrefes, la
entregaba ahora a desairar su pasado corriendo tras la tropa de reemplazo.
“¡Ay, Dios mío! Esta hija” empezó a decir la
señora Ángeles a todas horas. “No, mujer. Que los tiempos vienen así, pero
Trini es buena” La consolaba mi madre en el mismo tono piadoso y monocorde con
el que luego nos decía en la mesa: “¿Habéis visto a esta de arriba? Huy, no sé
que va a ser de ella. Siempre con soldados… y esas pintas. La pobre Ángeles
está desesperada. Si no faltara el señor Nicolás…”
El tiempo, que las menos de las veces pone a
cada uno en su lugar, en aquella ocasión tuvo a bien demostrar que la cacareada
efusión de la pelirroja por los pantalones de color caqui, era más platónica y
menos real que la animadversión generalizada hacia su persona. Cuando menos lo
esperaba nadie, puso orden en su vida con un novio, que era tal y como cabía
esperar y al que de inmediato llamó formal. Laureano; un mocetón de casa Lirón
de Santa Engracia que nada más volver de la mili, receló del porvenir de seguir
cuidando de un rebaño que siempre sería de su hermano y salió del pueblo para
ganarse la vida de albañil. El destino, resuelto, lo llevaría en pocos días
a comprar clavos del doce en Santa
Justa.
Fue, digo yo, el arranque de su época prodigiosa,
la de Trini. No había más que ver el donaire que conquistó su mirada, el nuevo
carácter indeleble de su sonrisa vacuna o el estreno de un optimismo
despreocupado y primaveral, para entender que la vida, con solo hacer un guiño,
había sido capaz de reinventarse en ella. En adelante, no hubo, en toda la
calle Joaquín Costa y aledaños, persona de bien que pudiera decir que se había
cruzado con Trini sin recibir un cumplido buenos días, anciano al que no le
cediera el paso o varón en edad de merecer, que no se llevara un buen aleteo de
ojos. Pero con todo, su metamorfosis llegó mucho más allá cuando adoptó unos
modos finos de señorita y hasta se olvidó de su segregación para mostrarse
abiertamente locuaz y franca. El propio don Juan Calafell, uno de los dos amos
de Almacenes Santa Justa, ex alcalde y ex Jefe del Movimiento, se aficionó de
tal modo a las espontáneas salidas de la chica, que a dos por tres abandonaba
su oficina para andar a darle palique allá donde la encontrara. Dicen que no
había tarde en el casino, que no la mentara entre aparatosos vaivenes de panza
y una congestión lacrimosa que, por privarles de la palabra y aun de la
respiración, advertía seriamente con infartar a toda su cuadrilla de
carcamales.
Con el tiempo, se convirtió en reputada trabajadora.
Capaz de realizar cualquier labor; de mujer o de hombre. Incluso, aventuraban
sus patrones, a un tiempo de la de un hombre y una mujer. Un verdadero portento
de la naturaleza que coincidiendo con el regreso de mi segundo veraneo en
Draguignan, tuvo a bien anunciar sus planes de boda.
-La nena- en su casa nunca le gastaron otro
nombre -se casa para mayo, si Dios quiere- pregonaba en octubre del sesenta y
ocho la señora Ángeles, que llena de íntima satisfacción desglosaba la
información como sigue:
-Como Laureano es tan bueno, tan trabajador y,
al ir a destajo, gana tan bien… pues han pensado que es muy buen momento.
Además que él es de muy buena casa y algo le darán. Aunque, ¡huy Dios mió!, don
Juán lleva un disgusto… Hasta le ha pedido a Trini que no deje el almacén de
momento…
-¡Ah! ¿Y ya se han comprado piso y todo?
-No, no. Eso no, porque no han encontrado uno
que se les apañe. De momento, y hasta que venga más familia, vivirán conmigo
-Pues la nuestra- interponía mi madre, herida en
su amor propio: -aunque le sobran pretendientes, aun no tiene novio. Claro, que
ni falta que le hace. De momento que disfrute y cuando llegue el momento, ya le
decimos igual Julio que yo; lo primero, cómprate un buen piso, de esos modernos
que hacen ahora. Bueno; que se lo compraríamos nosotros. ¡Oye! Para eso tenemos
más de dos millones y medio en el Banco Zaragozano…
-¡Huy, chica! Pues me alegro. Aunque también
tendréis que guardar algo para cuando se case el otro… Vamos… digo yo
-Dos millones y medio y aun tenemos más en otros
bancos. Además que Pablito es un crío. Ya nos habremos repuesto para entonces.
Y lo era. Todavía no había cumplido los quince
cuando Laureano, presuntamente intimidado por la trascendencia del momento,
dejó de ir a esperar a Trini con la asiduidad debida para dejarse ver tonteando
con Paquita la Leona, que era la tercera o cuarta candidata a llevarlo al
huerto.
De nada sirvió, salvo para abrir parte de
lesiones, dar chanza en el cuartelillo y escándalo en el baile del Casino, que
la titular se la echara a la cara por tres veces, ni que la calle clamara
contra su insólita desvergüenza; La Leona, secundada por unas posaderas de
espanto y unas lenguaraces amigas que versionaban de modo muy distinto los
hechos, ni por un momento pensó en dar un paso atrás.
Al tiempo, Laureano, que ya había cambiado la
Mobilette por un fardón 850 cupé de segunda mano y se había dejado crecer una
mona melenita al gusto de la época, seguía sin prisa por clarificar sus
intenciones. Parecía, como su muy admirado Tyronne Power en “Sangre y Arena”, decidido a cultivar su
sexapil y darse sus buenos baños de
autoestima antes de que el tiempo y la debida decencia, lo pusieran en el
inexcusable trance de elegir a una sola de entre todas sus mujeres.
Entre tanto Trini desesperaba como nunca lo
había hecho antes. En buena parte hastiada por un aluvión de buenos consejos
inútiles, pero sobre todo por la enorme sensación de impotencia y desamparo que
le dejó descubrir que ni San Antonio, ni mosén Cirilo hacían nada por poner fin
a su desventura. –Para una vez que les
pido algo…- se amargaba poniendo en duda su buena disposición -por más que
digan, estas son cosas que solo una se sabe- comentaba amoscada con el Cielo.
Al fin, por probar, dejó de ir a misa los domingos y al cabo, viendo que en
nada influía su gesto sobre la voluntad de Laureano, pilló un gran berrinche
contra toda la corte celestial que la llevó a cesar sin explicación en las
hermandades de Santa Orosia y de la Piedad y acusó a Cristo de pelagatos sin
personalidad. –Al fin y al cabo; ¡hombres!- aseguraba con un poso de asco y
rencor.
El disgusto, que se hizo eco en toda Santa Justa
como un patrimonio legítimo, llegó incluso a oídos del propio don Juan Calafell
que tampoco fue indiferente: -Cálmese Trinidad, cálmese. Ni desvaríe, ni
blasfeme de esa manera, ¡por Dios! Sepa, por que es mi deber decirle, que ese
chico no le interesa. Es usted muy joven y muy válida. Sea también un poco
paciente y verá como encuentra pronto un muchacho honrado que la quiera y la
respete- la reprendía con su añadido de autoridad y su tonillo de sabia calma
cada vez que la encontraba abatida y desconsolada por los rincones de la
trastienda. Pero Trini, aunque se reponía a base de hipo y compostura ante el
patrón, ya no confiaba nada en lo que la vida le iba a deparar. Se estremecía
de pensar en las horribles consecuencias de mandar a hacer puñetas a Laureano,
tanto como en lo indigno de no hacerlo. No obstante el destino, de cotidiano
tan cruel con la pobre Trini, aun le procuró una esperanza haciendo que se
cruzara una tarde con Cruzita Lorés: renombrada morenaza, guapa, maciza y bien
avezada en amoríos. También algo mayor y por si fuera poco, medio amiga de una
prima de su muy íntima Pilina:
-¡Hija! los hombres son lo que son. Se pueden
tomar o dejar, pero si una se decide a atraparlos, tiene que despabilar…
Nunca quedó claro si la bella Cruzita fue
justamente comprendida, pero sus palabras sonaron con la rotundidad de un
puñetazo encima de la mesa, y ese era el lenguaje que mejor entendía Trini. De
pronto, por parecerle ocupación más sexy y propia, se interesó por la plaza de
recepcionista que ofertaba el Gran Hotel, renovó su vestuario con ajustadísimas
blusas y escalofriantes minifaldas, se sometió a dieta severa y se declaró
decidida a empaparse de cultura y conocimiento.
Primero se apuntó a las clases de contabilidad
que impartía en su casa el señor Félix y después a abrirse puertas en el hotel,
adquiriendo algunas nociones de francés.
-Pero chica… ¿ahora se va a poner a estudiar
francés?
-¡Huy! A la nena no se le pone nada por delante-
respondió la señora Ángeles el día que
bajó a mi casa a suplicar que yo le enseñara esas nociones.
A Merche y a mi padre les chocó tanto la
propuesta que durante días me martirizaron con francófonas gracias de dudoso
gusto. A mí, que jamás me había pasado por la mente la idea de transmitir mi sabiduría, salvo por detalles
de la biografía de Gento, la noticia me dejó helado y muy intranquilo por si
llegaba a oídos de Miguelín y Los Mones. No sabía que para entonces mi madre,
inflamada de orgullo, ya la había hecho correr por los mentideros de misa de
ocho, ni tampoco que había aceptado en mi nombre y acordado los horarios. Así
las cosas, de nada sirvió que protestara, ni que alegara falta de conocimientos
y todas las buenas razones que se me ocurrieron; casi todas cabales. El día
acordado, a eso de las ocho y media de la tarde, me vi en el brete de
interrumpir un buen partido de fútbol para acudir mohíno a mi primera cita con
Trini.
No sabría decir cuanto francés fui capaz de
inculcarle en el tiempo que me dejaba entre sus reproches a Laureano. Dominó
“güi” y “mérsi”, pero ya fue algo dura de oído para “puasó” y “bató” se le
resistió de tal manera que a la segunda semana se declaró incapacitada. -¡Bah!
Da igual - se justificó. -Con lo lejísimos que cae el mar… Tan caro…- Una
declaración de intenciones anterior a: –Pues será un galimatías, pero más
parecido al español de lo que la gente se piensa. Si te entienden en un idioma,
te entienden en el otro… Y si no; que afinen el oído ¡oye!- sentenció un día,
cerrando de un manotazo el cuaderno de ejercicios.
De todos modos no suspendimos las clases. Creo
que ella no quiso dar un disgusto a su madre, a la que tanta ilusión le hacía
su culturización tardía y yo me guardé de mentar esa posibilidad. A aquellas
alturas, valoraba más los veinte duros que me llevaba cada diez días, que todos
los partidos de fútbol perdidos. Trini, liberada del peso del estudio, se
sinceraba cada tarde y yo escuchaba en silencio, con un interés que solo al
principio era aparente. La última hora de la odiosa Leona y el relato de lo
supuestamente dicho por la tarde en el Fiesta Bar, me atraparon como una novela
con “dos rombos”. Sin darme cuenta me sentí iniciado en el complicado mundo de
los adultos, confidente y consejero. No llegué a entender que ella se
desahogaba mediante monólogos y que no esperaba orientación psicológica de mí
parte, si no algo mucho más inocente: cualquier explicación con la que hacerse
a la idea sobre los intríngulis de la vida sentimental en Francia.
Claro está: explicaciones no faltaron. Me
despaché a gusto, presumiendo de mundano y de sabidillo al describir la
apertura mental de las galas. Trini tragó, gracias a que era Trini, pero fue un
error que no solo picó en su amor propio, si no que desató su interés por los
usos y costumbres del extranjero pagano. Durante días estuvo agobiándome con
preguntas que me superaron hasta más allá de lo soportable. Al fin, por cortar
por lo sano y no sin algo de ganas de escandalizar, le mostré las didácticas
páginas, arrancadas a una vieja revista sueca que guardaba entre mis papeles
más secretos. Recuerdo que las tomó de un zarpazo y tras echarles un primer
vistazo, me miró llena de asombro. Estiró los brazos para obtener mayor
perspectiva, observó atenta frunciendo el entrecejo y lentamente fue
recuperando con la frente el espacio perdido.
Tanto impresionó a Trini el miembro del rubio
bigotudo, tanto debió chocarle la impía glotonería de la vikinga que tras el
visionado, tragó saliva acompañándose de abundante mímica cervical. Cuando se
volvió, le vi los ojos vacunos y la mandíbula descolgada de un modo que no
había visto antes. No aprecié en su faz más lividez que la natural, aunque de
seguro la había, ni supe descifrar aquella expresión, que también era de
náusea. Por todo, me alarme ante lo siguiente que pudiera ocurrir, pero fue un
temor vano. Siguió ida y paralizada hasta el punto que las hojas se deslizaron,
una a una, de entre sus dedos. Su mirada me seguía, aunque me siguiera con el
desenfoque con que se seguiría a un ser transparente y ya no articuló palabra.
Me sentí mal por cultivar una imagen procaz de
mi mismo. También por el riesgo de que se lo contara a su madre y esta a la mía
y esta a todo el mundo, pero sobre todo por haber malogrado tontamente mi mejor
fuente de mis ingresos. Volvía a ser pobre. Se acababan los tebeos y los
carretes de fotos cuando me daba la gana. Miguelín se reiría durante semanas y
ni había satisfecho mi curiosidad de toda la vida sobre si también tenía pecas
en las tetas. Todo un desastre que di por consumado cuando la señora Ángeles se
presentó en mi casa a la hora de comer. Al verla salté de la silla y todos me
miraron como se mira a un loco.
-¿Cuánta
veces he dicho que a este crío le falta un hervor?- comentó mi hermana.
La visita solo venía a disculparse por que la
nena no podría asistir a clase esa tarde, pero a partir de entonces, si entraba
o salía de casa, me aseguraba que no andaba ella por la escalera. Si me mandaban
a comprar algo a Santa Justa, me alargaba hasta la ferretería del señor
Mariano. Siempre recelando del día, inevitable, que me topara con ella.
Ocurrió, claro. Pero como a veces suceden las
cosas, fue de la única manera que no había previsto: en mitad de la calle, al
mediodía y sin verla llegar. Me puse tan colorado como imaginaba y me previne
con un paso atrás. Ella se plantó con la mano en la cadera y cerrándome el paso
contra la fachada del Banco Español de Crédito. Con una calada honda marcó de rojo
choricero la boquilla del Rocío y luego soltó el humo lento, como una cortina
ascendente que empañó sus redondos ojillos embadurnados de azul.
-He estado ocupada estos días- dijo resuelta y
tranquila -pero ya me he desentendido de eso. Así que esta tarde quedamos como
siempre ¿Vale?
No me atreví a negarme, aunque sopesé un sinfín
de excusas. Después de todo, Trini no daba la impresión de guardarme rencor.
Eso si, veía tan raro que quisiera volver a reunirse con migo, que esa tarde,
en clase, no pude hacer otra cosa que conjeturar y ensayar discursos
exculpatorios.
Me había propuesto no mentar el asunto, ni
siquiera decir alguna cosa que lo relacionara remotamente y así, mudo y sin
expresión, me tragué una vez más el largo relato que hizo de su desdichado
noviazgo. Pero esta vez Trini, no quería insistir, sino allanar el terreno que
le permitiera satisfacer nuevas dudas:
-¿Tu crees que si yo… le hiciera a Lauren…?
Bueno, ya sabes. Si tú crees que eso… Por que lo he estado pensando y si es tan
normal por esas tierras… Pues… Por que no creo que esa fresca de la Leona haya tenido tan poca vergüenza… Aunque de esa
cualquier cosa. Si acaso, por que no sepa nada de eso… Que tonta es un rato
¡Eh!
Yo, asentía
-Por que entonces… Eso en Francia se hace a
cualquier hora ¿no?
Alzándome de hombros -¡Hombre! A cualquier hora…
¡Psss!
-Y no pasa nada
-Pasar…
Entonces, según tú: si yo se lo hiciera a
Lauren… ¡Vamos! Que…
-Casi seguro
-Casi seguro ¿Qué?
-No se. Digo yo que le gustaría.
-¡Hola! Así, claro…- dijo o protestó, mientras
cruzaba y descruzaba las piernas. Encendió otro Rocío a pesar que acababa de
apagar el anterior y me miró muy fija a los ojos –A ti ya te lo han hecho en
Francia ¿No?
Asentí poco convencido
-¿Y te gustó?
Volví a asentir pero todavía con menos convicción.
Ella, siguió volteando sus muslazos sin
preocuparse por que en cada molinillo, me dejara ver las bragas. Dado lo
horrorosa y poco deseable que siempre me pareció mi vecina, no hubiera
imaginado que llegado el momento, pudiera conseguir turbarme. Pero el hilo de
la conversación, junto a lo muy novedoso de una visión de esa índole, lo hizo
posible. Ocurrió además de forma instantánea y no tuve otro remedio que
ladearme y plegarme para ocultar la aparatosa evidencia de ese hecho.
-Desde luego, hijo mío; que guarrísimos sois
todos los hombres ¡Por favor!- protestó mientras hacía vanos esfuerzos por
hacer crecer la minifalda –Bueno; a lo que estamos…- siguió, devolviendo la
atención al operativo que le ocupaba la mente. –El que caso es…
El caso fue que aun dio muchas vueltas antes de
anunciarme que después de pensarlo mucho, estaba totalmente decidida a
hacérselo a Laureano. Un último intento. Una cirugía a corazón abierto que
había de actuar como infalible filtro de amor y cuya puesta en escena la abrumaba
de solo pensar. Me pidió ver de nuevo las controvertidas fotografías y las
estudió largamente antes de objetar: -Yo no sé si seré capaz… Que asco ¡Por
favor!
-¡Mujer! Todo el mundo es capaz- repliqué en
tono de estar de vuelta de todo.
-No se. Antes tendría que probar. No vaya a ser
que encima se me ría si me atraganto, o devuelvo o que se yo. No te creas; está
hecho un cabronazo…
-Pero eso no pasa, mujer.
-¡Huy! Yo tengo una garganta que no se me puede
ni tocar. Una vez al pobre don Benigno, cuando me miraba las anguinas… Bueno;
lo puse… por las gafas y por todo.
-Pero no te la metes hasta la garganta, y ya
está
-Ah, si majo. Pues mira a la pelandusca ésta-
tomaba la medida entre índice y pulgar y la superponía sobre el pescuezo de la felatriz.
-Hasta la garganta no. Hasta bastante más adentro. Por eso es que no se si yo…
-Pero eso es distinto. Es una mujer de garganta
profunda, que se las llama.
-¿De garganta que…?
-Profunda
-¿Y que mujeres son esas?
-Pues normales. Solo que tienen la garganta mas
adentro de lo normal. Por eso están muy buscadas para éstas cosas. Son casi
todas holandesas y alemanas, por eso una española, tiene que tener más cuidado.
Pero vamos, que por eso… Mira: les pasa lo mismo a las negras del África, que
tienen la vagina más honda. Pues lo mismo, pero en el cuello
-¿El que tienen hondo?
-El coño, para que me entiendas.
En ese instante me sorprendió con una ligera
media vuelta, y me soltó un pescozón en mitad del cráneo que escuché como una
patada en la puerta -Que cerdo ¡Por favor!- se indignó un instante antes de
regresar con toda naturalidad a la conversación: -¡Oye! ¿Y si me preña? Por que
de éste “geripollas”, espera lo peor…
-Es imposible- la tranquilicé con una sonrisa
suficiente –Entre el aparato digestivo y el reproductor hay una telilla muy
fina que no deja pasar nada. Diafragma se llama y es lo que te duele cuando
pillas flato.
-¿Y si la rompe? Mira que éste es muy animal.
-Que no. Que no llega. ¡Chica! Pero si está
aquí- señalé.
Batía el cabezón llena de dudas, pero ya noté en
la luz de sus ojos, que le faltaba muy poco para ceder a iniciarse en el
aplicado arte que podía librarla de la soltería. Entonces me miró muy fija,
torciendo el hocico a un lado y al otro. -Bueno. Vale- concedió. -Pero antes de
hacerte caso, lo tendremos que probar. No vaya a ser que…
-¿Probar?- El mismo espanto me puso en pie y me
alejó un par de metros
-¿Que pasa?- dijo tan tranquila -¿Que te crees?
¿Que te voy a hacer caso, así, tan tranquila? No, no. Que una no nació ayer.
Primero probamos y luego ya veré lo que hago
No me parecía digno, ni bueno para mi reputación
escapar a la carrera, pero necesitaba desesperadamente la manera de parar
aquello. Como mal menor, encontrar al menos un buen argumento que la detuviera
en seco. No lo encontré, ni hice nada cuando me cogió como un fardo y me sentó
sobre la mesa. Tampoco cuando se arrodilló ante mi, ni cuando me bajó la
bragueta
-¡Ah! Una cosa- advirtió en un tono francamente
amenazador -Ni se ocurra agarrarme por la nuca como hace ese. Si la aparto, la
aparto ¿Estamos?
¿Como no íbamos a estar?
Todo lo demás ya fue un sucumbir imparable Sin
duda que en calidad de víctima de las circunstancias, aunque también, tras
pocas maniobras, seducido por los
vertiginosos abismos del hemisferio más prohibido del sexo.
Por hallarme inmerso en un trance mucho mas
delicioso de lo que esperaba, no advertí nada, o mejor dicho; no mucho más que
un –¡Asquerosos!- desgarrando el silencio de la noche y un gran portazo a
continuación. Ahora comprendo que mas allá del patetismo; el espectáculo que
vio Merche al entrar en mi cuarto, debía dejar poco a la imaginación. Y ese fue
el gran problema. Mi hermana había visto lo que había visto, de eso no había
duda, pero por no parecerle imaginable, sino imaginable en una criatura de
Dios, imaginó que lo visto no podía ser más que una sola del sin fin de
monstruosidades adosadas de seguro a mi alma pecadora, y en esa creencia corrió
a poner al día a mi madre en la mismísima tertulia del rosario. Nada mas y nada
menos.
Como es de imaginar, los que llegaron fueron
tiempos dífíciles. No tanto por el castigo domiciliario de carácter indefinido,
ni por los sermones que duraron semanas, ni por el anuncio de internado
inminente en los Maristas, ni por la suspensión sine die de las vacaciones en
Francia, ni por el fin de la paga, ni por la clausura del laboratorio de fotos,
ni por la bochornosa pelea a puñetazos y estrépito de gatos, entre mi madre y
la señora Ángeles. No. Lo peor de todo
fue descubrir que todo el mundo sabía de mi experiencia felatoria y que quien
me encontraba, allá donde me encontrara, o se reía como de la peor de las
vergüenzas o me miraba con el sincero desprecio que se emplearía con un rojo,
un masón o incluso un ateo.
Una tarde mis padres, acatando el requerimiento
de la parroquia, se presentaron con migo ante mosén Alfredo y mosén Cirilo.
-¡Fellatio!... ¡Coito per os!... ¡Abominación!...
¡contra natura!... ¡degeneración!... ¡muerte del alma!... ¡Condenación!... ¡Aberración!...-
clamaba una y otra vez el vozarrón inquisidor de mosén Alfredo, muy próximo al
paroxismo.
Huy, Dios mío, padre ¿Y que es todo eso?- quería
saber mi madre
-Albergar miembro en boca de hembra- susurró al
fin mosén Cirilo, harto de oír una preguntita que lo ruborizaba cada vez que
era formulada.
Todo me superaba, pero ante todo ver a mi padre
presente. Había suspendido su tarde de casino por acompañarme. Nunca antes lo
había hecho y no lo volvió a hacer. Grave en verdad, porque además no alegaba
nada; miraba al cielo y torcía al gesto, cuando no hacia callar de un codazo a
mi madre, que cada dos por tres, intentaba que aquel tribunal de dos, reparara
en el riesgo de haber sido mordido por Trinidad Puyol.
Yo lo negué todo desde el principio, mi hermana,
obligada por mi padre, declaró cosas muy diferentes cuando fue llamada a
comisaría, mi madre, fuertemente abroncada por su marido, dejó de airear el
asunto, el coronel Gandía, héroe de guerra, amigo y socio de mi padre,
telefoneó a no se sabe quien y el tiempo que casi siempre lo arregla todo,
consiguió amansar a las fieras hasta el punto que el propio Laureano,
profundamente herido en su hombría, dejó de anunciar que un día u otro me
ajustaría las cuentas.
En cuanto a Trini; nunca más supe de ella.
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