Leídos los libros de Gregorio Morán
(Oviedo, 1947) no se entiende por qué aún no ha sido aupado por los medios de
comunicación de nuestro país a la categoría de leyenda del periodismo de
investigación como sí se ha hecho en los Estados Unidos con Seymour H. Hersh o
Bob Woodward por poner solo dos ejemplos. Algo tan injusto e incomprensible
tiene dos ventajas. La primera que el protagonista de esta entrevista sigue
trabajando en lo que mejor sabe hacer, escribir ensayo periodístico. Y la
segunda que continúa siendo una persona accesible que se caracteriza por la
claridad con la que habla. Caiga quien caiga, Gregorio Morán se mantiene fiel a
sus principios y sigue compartiendo con sus conciudadanos toda aquella verdad
de la que tiene conocimiento. Esa suerte tenemos.
Gregorio
Morán escribe desde hace veinticinco años una columna en La Vanguardia,
«Sabatinas Intempestivas», ha trabajado también en Diario 16, Opinión y La
Gaceta del Norte, rotativa de la que fue director. Tiene publicados varios
libros sobre los temas más polémicos de los últimos cuarenta años de la
historia de España de los que destacan las dos biografías sobre el primer presidente
del democracia: Adolfo Suárez: Historia de una ambición (Planeta,
1979) y Adolfo Suárez: Ambición y destino (Debate, 2009). Se
le sigue considerando uno de los más fiables expertos en un tema siempre
controvertido: la Transición política española del franquismo a la democracia.
Me
gustaría comenzar recordándole la dedicatoria de su biografía del primer
presidente de gobierno de la democracia, Suárez. Ambición y destino (Debate,
2009): «A mi generación que empezó luchando contra la mentira que fue el franquismo
y que luego acabó aceptando todas las demás». ¿Realmente toda su generación
luchó contra el franquismo?
Se
trata de un recurso retórico. De otro modo tendría que utilizar «yo y mis
amigos» u otra expresión del estilo. ¿Toda mi generación luchó
contra el franquismo? Pues no. Hubo una parte —no la más importante— que sí lo
hizo, pero no la mayoría. Ahora se ha inventado una forma perfecta de meternos
a todos que es aquello de la «oposición silenciosa». Me parece una
fórmula preciosa para engañarnos a nosotros mismos. Mi abuela se murió sin
saber que había pertenecido a la «oposición silenciosa» porque
nunca había dicho absolutamente nada, ¿me entiende? Esto lo inventó un profesor
cuyo comportamiento político y el de su familia fue el de una muy silenciosa
oposición. Pero se puede decir que en la generación de los sesenta y los
setenta era ya insólito encontrarte a alguien que fuera franquista. A partir
del 68 o 69 ya no recuerdo que se dijera que «fulano es un franquista».
Hablo del entorno generacional. Sí había algo significativo —aunque ahora se
niegan a reconocerlo—. Sí había mucho Opus. Opus «opositor», que te
vendía como una maravilla a Gonzalo Fernández de la Mora y al resto de los
pensadores (o supuestos pensadores) del Opus. Luego todos esos que te querían
convencer pasaron al PCE. Tengo, por ejemplo, un amigo, que tuvo importancia
durante un tiempo en la política asturiana e incluso en Madrid, al que hace
poco recordé que en aquellos tiempos, paseando por un parque en Oviedo, me dijo
que estaba en la obra (el Opus) y que había que leer a Fernández de la Mora. Me
lo negó. «¿Yo?, imposible», me dijo.
Conociendo
lo que fue Suárez antes de llegar a presidente del gobierno: su poca formación,
su falta de cultura, su incapacidad para aprobar unas oposiciones… ¿Por qué se
le eligió para ser el primer presidente de la democracia?
Bueno,
ahora resulta que Suárez tiene muchos padrinos. Además al estar mudo, sordo y
ciego —podríamos decirlo así— tiene muchísimos más. Suárez es un sucesivo
descubrimiento para cosas diferentes: Franco lo descubre como gobernador civil,
otro lo descubre para dirigir la televisión, otro como secretario general de
algo… Para la Transición el hombre que lo descubre —no hay discusión posible—
es Torcuato Fernández Miranda. Lo que ocurre es que ya nadie se acuerda de este
señor. El otro día me invitaron a la universidad Pompeu Fabra a hablar de la
Transición y los chicos, nacidos en el 93, no tenían ni idea de quién fue Torcuato
Fernández Miranda. Por eso la única figura que queda es la del Rey. El Rey como
supuesto descubridor de Suárez. Además con esta última galería de pelotas…
¿Cómo se llama el que le hizo el famoso discurso a Suárez?
Fernando
Ónega.
Fernandito,
sí. Conozco demasiado a Fernando Ónega como para leerme su libro, su última
mentira [se refiere a Puedo prometer y prometo; Plaza & Janés, 2013, NdR].
No es que le hiciera ese discurso a Suárez, le hizo todos los discursos. Por
orden siempre de Torcuato Fernández Miranda. Del mismo modo que hacía todos los
editoriales del diario Arriba, de la Falange. Siempre por orden de
don Torcuato. Y si fue cesado para realizar esa tarea, se debió a que un día se
le ocurrió a Ónega publicar un editorial sin consultar con él. Es decir: era
simplemente un plumilla. Un plumilla brillante, aunque también es verdad que no
tenía mucha competencia. Bueno, sí, alguien había: en Arriba también
publicaba Pedrito Rodríguez, otro gallego. Ahora nadie se acuerda de nombres
como ese, pero en su día fue importante. No me imagino las boberías que ahora
puede estar diciendo Fernando Ónega.
¿Y
lo que Suárez hizo por el entonces príncipe Juan Carlos cuando era director de
TVE, o cuando era gobernador de Segovia? ¿Y lo bien que gestionó Adolfo Suárez
lo de la huelga de Vitoria o lo de la tragedia de Los Ángeles de San Rafael?
¿Todos aquellos servicios no influyeron en la decisión del Rey en favor de
Adolfo Suárez?
Para
el Rey aquello no fue significativo porque eran cosas que las hacían también
otros. Quizá no tenían el talento que tenía Adolfo, porque Suárez era un
seductor de serpientes. Ahora, que al Rey le llamaba la atención la
predisposición de Suárez al servicio —para entendernos—, eso es obvio. En
definitiva: el Rey sí sabía quién era Suárez.
Se ha
dicho repetidas veces que el Rey y Torcuato no eligieron a Areilza o a Fraga,
que en principio, y analizando los candidatos de forma objetiva, estaban más
cualificados, porque no hubieran sido tan manipulables como Suárez. ¿Es eso
cierto?
La
decisión se tomó entre el Rey y Torcuato. El Rey no se distingue —y lo ha
demostrado a lo largo de su carrera— por un talento político notable. En una
sociedad normal —esto hay que decirlo así de claro— hubiera sido ya derrocado.
Por todo tipo de motivos: irregularidades económicas, irregularidades
personales, colaboración en el 23-F, etc, etc… Es decir que en su cartilla de
servicios el Rey no puede presumir de sus méritos, no. Sus méritos son
absolutamente para echarlo. Claramente. Por eso necesitó primero una sociedad
española muy transigente y de alguien que le ayudara a orientarse en la
política, algo de lo cual no tenía ni zorra idea. Y ese hombre era Torcuato
Fernández Miranda, un profesional de la política al que conocí mucho, y en el
que todos tienen un interés especial en eliminar de la película. Ónega por
razones obvias, porque las servidumbres que le hizo no le gusta recordarlas. Y
el resto porque los engañó. Torcuato los fue engañando a todos prometiéndoles a
cada uno aquello que querían.
En
su libro he leído que uno de los «utilizados» por
Fernández Miranda fue José María de Areilza.
La
forma en que engañó a Areilza fue magistral. Magistral e inédita en los estilos
políticos que se manejaban entonces en España. Torcuato era un tipo con talento
para el juego político. Se defendía muy bien a pequeña escala pero siempre con
una visión estratégica. Veía más allá del corto y medio plazo.
¿Podríamos
decir que Torcuato Fernández Miranda tenía un estilo británico de hacer
política?
Sí,
pero con un tono italiano, un tono andreottiano. Fue un hombre
—también como Andreotti— que nunca tuvo ninguna preocupación económica. Me
refiero a preocupación por quedarse con dinero. Al punto que me consta que al
final de su vida tuvo que pedir ayuda al Rey porque no le llegaba el sueldo.
Esa ayuda la consiguió de un forma un tanto rarita pero… la verdad es que no le
llegaba.
Usted
habló con Fernández Miranda y verificó con él los contenidos de su primera
biografía de Adolfo Suárez que fue publicada en 1979.
En
la primera biografía de Suárez que escribí no cito tanto a Torcuato. En la
segunda la situación había cambiado. La primera y la segunda tienen poco que
ver. En la primera, Adolfo Suárez aún era presidente del Gobierno, acababa de
ganar las elecciones de Marzo del 79 y era el intocable. Cuando hago la segunda
(2009) es a partir de la foto inefable con el Rey (aquella en la que salen los
dos de espaldas y el Rey le pasa un brazo por el hombro a Suárez) que es con lo
que empiezo mi relato en ese libro. Las reacciones al primer libro fueron
brutales. Mucho más brutales desde la izquierda que desde la derecha, lo cual
es sorprendente. Santiago Carrillo llegó a decir que era «pornografía política».
Entonces Carrillo estaba intentando formar la gran coalición para, de ese modo,
entrar en el gobierno; el PSOE estaba muy radicalizado… Adolfo Suárez, sin
embargo, reconoció años después que la biografía más objetiva que se había
hecho de él en aquellos años era la mía. Porque luego, claro, cuando empezó su
decadencia política, lo pusieron a parir.
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T. F. Miranda |
Hay
dos libros porque hay dos etapas. El hombre sigue siendo el mismo, lo que
cambia son los entornos. Hay personas que me dieron información para la
elaboración del primer libro a los que entonces no podía citar. Algunos de
ellos, treinta años después, en el segundo libro, sí los pude citar con nombre
y apellidos.
Una
de sus aportaciones a la historia reciente de España es la descripción que hace
usted en la biografía de Suárez de la votación —entonces secreta— que el
Consejo del Reino hizo el 3 de julio de 1976 para elegir la terna que debía ser
presentada al Rey para la elección de presidente del Gobierno.
Se
ha dicho que fue Torcuato quien me facilitó esa información y no es cierto.
¿No
va a desvelar, perdone que le interrumpa, cuál fue su fuente? Ya han pasado
treinta y cuatro años.
No,
nunca. Porque se quedaría todo el mundo tan sorprendido que parecería una
charada. Y el tío —la fuente— se moriría del susto.
Perdone
la interrupción. Por favor, continúe con el relato de su entrevista con
Torcuato Fernández Miranda.
Sí,
se lo voy a contar porque periodísticamente es muy bonito. Yo entonces era
joven, audaz y temerario. Más que ahora, claro. En el proceso de comprobación
de los datos que había obtenido, a todo el mundo —los que intervenían en mi
libro— le decía lo mismo: «usted va a leer la parte que le corresponde antes de
que se publique». Con lo que todos encantados. Y yo cumplí estrictamente
lo prometido. Pero, como diría el propio Torcuato Fernández Miranda, era una
trama saducea. Porque yo les decía que lo iban a leer, no que lo iban a poder
corregir. Ellos pensaban que iban a tener la capacidad de hacer lo que se hacía
en el franquismo —y hoy aún más—, eso de «lo he leído, pero esto no me gusta y
me lo tiene que cambiar y aquello quítemelo que no puede salir». No, no,
yo les respondía que si hubiera errores los quitaría, pero eso no significaba
que ellos pudieran corregir.
Con
Torcuato fue terrible, fue terrible. La escena con Torcuato fue una de las más
hermosas, periodísticamente hablando, de mi vida. Él estaba en su chalet de
Somió, en Gijón. Estamos en verano del 79. Entonces Torcuato seguía siendo
Torcuato. Tenía mucho poder. Además todo el mundo sabía que yo estaba escribiendo
aquel libro. Había mucha tensión. Me presionaban para que enseñara el libro.
Pero tenía claro que si lo enseñaba antes de que se publicase, se acababa el
libro. Lara (el dueño de Planeta, editorial que publicó el libro), a mí me
constaba, lo había dejado leer a algunas personas, pero todos disimulaban como
si no lo hubieran hecho. Lara no quería meterse en más líos de los necesarios,
por eso no permitió que circulase mucho el manuscrito antes de la edición. No
quería verse comprometido a quitar una parte.
Voy
a ver a Torcuato a Gijón, me acuerdo como si fuera ahora. Yo entonces estaba
pasando una muy mala racha económica y la gente lo sabía. Las ofertas eran
suculentas. Hubo un momento en que me decían que podía ganar más dinero
vendiendo el libro que publicándolo.
Jaime
Campmany, en un artículo de ABC de 28 de octubre de 1979 titulado «El parto de
los montes», cuenta que se había leído el libro en una noche gracias al interés
que el ministro Pérez Llorca tenía en que no se publicase. Y habla de ofertas
de millones y muchas presiones.
Ofrecieron
de todo. Le sigo contando mi visita a Torcuato. Entonces mis padres vivían en
Oviedo, me fui a su casa y al día siguiente cogí el autobús y me planté en
Somió, cerca de Gijón. Me había citado a las cuatro. Hay una cosa curiosa sobre
Torcuato: lo vi tropecientas veces; pues nunca me ofreció ni un café. Es una
cosa muy significativa. Yo era como del servicio. Era para él —así me veía—
como lo fue Ónega en la época del diario Arriba. Nunca olvidaré las
forma en que me recibió. Él, a veces, se refería a sí mismo en tercera persona,
lo cual me llamó siempre mucho la atención. Decía: «entonces Torcuato Fernández
Miranda dijo…» Era una cosa fascinante.
[En
este momento Gregorio Morán interpreta delante del entrevistador su escena con
Torcuato Fernández Miranda, como si de una obra de teatro se tratara, haciendo
las dos voces].
—Torcuato:
¿Ya ha terminado el libro?
—
Gregorio: Sí.
—
Torcuato: Ah, muy bien, muy bien. ¿Y cuándo piensa usted sacarlo?
—
Gregorio: Pues pienso sacarlo ahora en otoño.
—
Torcuato: Muy bien, muy bien. ¿Y cuál es la parte que le interesa a Torcuato?
—
Gregorio: Le he traído la parte que le había prometido: lo que tiene que ver
con el Consejo Nacional del Movimiento, con el Consejo del Reino, las
votaciones…
—
Torcuato: Pues déjemelo y hablamos, no sé… Llámeme la próxima semana.
—
Gregorio: No, no, está usted equivocado. Yo se lo traigo para que lo lea y
luego me lo llevo.
Me
miró con aquella mirada que tenía él y me responde con cara de pocos amigos:
—
Torcuato: ¿Quiere usted decir que me voy a tener que leer esto delante de
usted? Pero ¿no se fía usted de mí?
—
Gregorio: Yo me fío de usted, pero el libro no se separa de mí.
Usted,
entonces, sabía que tenía algo muy valioso, ¿verdad?
Sabía
que tenía dinamita. Entonces se puso a leer —con una mala leche de la hostia— y
yo allí enfrente, sin un mísero café. Y llega a la parte de las votaciones en
el Consejo del Reino para lo de la terna y de muy mala hostia me pregunta:
—Torcuato:
¿Quien le ha dado a usted esto?
—Gregorio:
Mire, yo se lo he traído para que lo lea, pero igual que a los otros no les he
contado qué datos me ha dado, tampoco puedo decirle a usted quién ha sido el
que me ha contado esto.
—
Torcuato: De la lectura de este texto se desprende que yo hice trampa, porque
aquí hay un voto que entra y sale.
Entonces
le hice un gesto como diciendo: eso es problema suyo, no mío. Yo, desde luego,
no estaba en aquella reunión del Consejo del Reino.
O
sea, que él se da cuenta de que el texto refleja claramente el truco en la
votación con el objetivo de favorecer a Suárez. Pero no lo reconoce ¿es así?
En
público no, pero delante de mí sí. Yo, entonces le pregunto: «vamos a ver:
¿esto es falso o es cierto?» y él dice: «quién se lo ha dado».
En ese momento comenzamos una conversación absolutamente surrealista en la que
yo reitero mi pregunta «¿es cierto o es falso?», y él repite: «¿quién se
lo ha dado?» y así estamos un rato. Yo le argumentaba que si él
afirmaba que era falso tenía que quitarlo, pero si era cierto lo pensaba dejar
en el libro. Y él: «¿Quién se lo ha dado?».
Pero
él no lo niega en ningún momento.
No
lo niega, no. No lo niega porque además era innegable. Yo tenía el manuscrito.
Alguien de allí sacó los papeles. Él no lo niega, además, porque técnicamente
la operación, la maniobra, era como un elogio para él en el sentido de lo bien
que lo había hecho. Porque era una operaciónandreottiana, era una
maravilla de operación. Ojo, una inteligentísima operación teniendo en cuenta
que el resto de los presentes en aquella reunión era un personal del todo
deleznable. Porque listos allí había dos o tres y eran en total, creo recordar,
dieciséis consejeros. Los engañó a todos, los embaucó.
¿Realmente
los engaña o los miembros del Consejo del Reino saben de antemano que tienen
que incluir a Suárez en sus votos conscientes del poder de Fernández Miranda y
de que el Rey estaba detrás? Torcuato —según se puede leer en su libro— había
utilizado previamente a Miguel Primo de Rivera para convencer a su suegro, un
Oriol y miembro importante del Consejo del Reino, de la necesidad de incluir a
un político joven en la terna.
No.
Porque tal y como lo había organizado Torcuato se vienen a dar cuenta de la
jugada solo en la tercera votación. Hay uno de los miembros del Consejo que
manifiesta extrañado que el nombre de Suárez sale continuamente en las
votaciones. Pero no es hasta la tercera votación. Es entonces cuando se
mosquean, cuando se comienzan a dar cuenta de que los están llevando al huerto.
Porque además se van eliminando los nombre fundamentales. La trampa la hace
Torcuato y en esencia es sencillísima: Torcuato tiene que conseguir que al
menos uno de los quince miembros del Consejo no incluya en su terna a Federico
Silva Muñoz, que era el más cualificado de entre los treinta y dos candidatos
iniciales. Ahí es donde aparece la trampa. Porque, claro, ¿cómo iban a nombrar
a Suárez si había unanimidad acerca de otro nombre? Tiene que romper esa
unanimidad. Y eso es lo que más trabajo le cuesta. Organiza un cambalache que
le sale perfecto. Por eso todos los miembros del consejo del Reino le odiarán
de por vida. Porque los ha engañado.
Pero
a mí aquella escena con Torcuato Fernández Miranda en su chalet no se me
olvidará en la vida. Lo recuerdo mirándome como si estuviera pensando: «pero, y
este hijo de puta, este pringado que además es de Oviedo…» Y yo le
hago luego aquella crueldad asturiana que hoy la volvería a hacer. Aquello le
ofendió terriblemente. Habíamos estado juntos sin salir de aquella habitación
más de cuatro horas. Terminamos pasadas las ocho de la tarde. Entonces me dijo:
«Bueno, ya estará contento. Este no es el libro que yo hubiera querido».
Yo le respondí que claro, que era yo quien lo había escrito. Porque él pensó
que yo iba a hacer de Ónega. Entonces yo le dije que tendría que llamarme un
taxi. Aquello fue demoledor. «¿Cómo dice?», me preguntó. Pero es que yo
no tenía otra forma de salir de allí, de Somió, en el culo del mundo. Eso de
que yo, el pringado, después de hacerle aquello, le pidiera un taxi a él , el
jefe de la banda… Se me quedó mirando de aquella manera y pocos segundos
después le dijo a su mujer que pidiera un taxi. Se marchó entonces sin
despedirse de mí.
En
la mayoría de los libros sobre Adolfo Suárez se le describe como un hombre muy
simpático, con mucho encanto. ¿Usted lo conoció personalmente?
Sí.
La verdad es que era un hombre fascinante. En ese aspecto de las relaciones
personales tenía mucho talento. Era un gran político en lo referente al regate
en corto. En aquellos años se corrió la voz de que era un gran hombre. Cuando
me entrevisté con él, me dijo que no había leído un libro completo en su vida y
que, por ejemplo, sobre literatura no podía discutir con nadie porque no sabía.
Era un hombre demasiado normal.
Entonces,
¿cómo consiguió meterse en el bolsillo a Santiago Carrillo? En una entrevista
que es de 2006 pero Público reprodujo en 2012, poco después de
la muerte de Carrillo, este dijo: «Suárez vivió y actuó como lo que era, porque
Suárez era hijo de los vencidos, no de los vencedores».
Porque
eran iguales. Carrillo tenía una cultura mínima. Menos que mínima, diríamos
ahora. A Carrillo le gustaban las películas de Luis de Funes, con eso se lo
digo todo. Pero la distancia lo presenta de otro modo. Cuando escribió aquello
de Eurocomunismo y Estado la gente decía que era un gran
libro, de mucha altura ideológica. Y yo, cuando lo leí, me quedé turulato. Era
una parida, una gran tontería. La mejor anécdota sobre los políticos de la
Transición y la cultura es aquella en la que están cenando varios de ellos en
el Palacio de la Generalitat invitados por Josep Tarradellas, el President.
Entre los comensales se encuentra Antonio de Senillosa, un político ahora
olvidado pero que tuvo mucho peso en aquella época. En aquel momento Adolfo
Suárez era presidente del gobierno y en la cena se habla de la situación de
España. Entonces Senillosa, que era un hombre muy arrogante, dice, dirigiéndose
a Tarradellas: «Pero President, si tenemos un presidente de España que no ha
leído un libro nunca». Tarradellas le respondió: «Y esa suerte tenemos,
porque imagínese si además lee».
En
el último libro publicado sobre Adolfo Suárez —Puedo prometer y prometo, de
Fernando Ónega (Debate, 2013)—, en su página ciento veintiocho, después de
describir lo bien que se entendieron finalmente Adolfo Suárez y Josep
Tarradellas (entonces presidente de la Generalitat en el exilio), su autor,
refiriéndose a la situación actual en Cataluña, opina: «nunca entenderé por qué
se ha roto aquel entendimiento. Tiendo a pensar que en algún momento España y
Cataluña perdieron aquellos hombres de Estado». ¿Es, a su modo de entender,
real esa diferencia entre los políticos de la Transición y los actuales?
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F. Ónega |
Ese
tema me tiene ya harto. Ahora parece que los padres de la Transición fueron
unos políticos acojonantes. Mire usted: los padres de la Transición eran
absolutamente impresentables. Lo que pasa es que la cosa salió bien. Le pongo
un ejemplo: Miguel Roca Junyent. Este señor consiguió arruinar prácticamente a
todo el mundo que se implicó en la campaña política más derrochadora de la
historia de España, que fue la de la Operación Reformista. Y todo para no
conseguir salir elegido ni él. Solo sacaron un diputado en todo el país.
Cuando
en 1976 Adolfo Suárez, que aún no era presidente del Gobierno, defiende ante
las Cortes franquistas el Proyecto de Asociación política, pronuncia un gran
discurso. En tu libro destacas un trozo que tiene mucho significado: «Pensar, a la altura de 1976, que la eficacia
transformadora del sistema no ha sido capaz de fundar sólidas bases para
acceder a las libertades públicas es, señorías, tanto como menospreciar la
gigantesca obra de ese español irrepetible al que siempre deberemos homenajes
de gratitud y que se llamaba Francisco Franco». ¿Qué opinión le merece ese
fragmento?
Ese
es un texto de Fernando Ónega dictado palabra a palabra por Torcuato Fernández
Miranda. El texto es genial, fruto de la privilegiada mente de Torcuato. Adolfo
Suárez, hasta que se celebra el referéndum sobre la ley para la reforma
política de diciembre de 1976, no es más que una marioneta inteligente en manos
de Torcuato. La ruptura se produce en enero. Cuando gana la consulta popular
Adolfo Suárez decide: «ahora me toca a mí». Ya ha aprendido. Ha, por así
decir, terminado el máster. Entonces es cuando se celebra en el palacio de la
Zarzuela aquella comida del Rey, Suárez y Fernández Miranda en la que este
último nota que está perdiendo pie.
Usted
cuenta en su biografía de Suárez que después de esa comida, a la que había
asistido también la Reina y las esposas de los dos políticos, y acompañados de
la hermana del Rey, doña Margarita, y su esposo, que se incorporaron a los
postres, pasaron a otra sala a ver una película. Entonces, cuando se acababan
de apagar las luces —según su relato—, se oyó la voz de Suárez que decía:
«¿Pero cómo no voy a estar agradecido a Torcuato? Sería entonces un malnacido».
Torcuato
Fernández Miranda se indignó cuando leyó ese relato aquel día que lo visité en
su chalet de Somió. «¿Quién le dijo esto?», me suelta. Y yo le
pregunto: «¿Es mentira?». Y él: «No, no, pero es que yo ni me acordaba
de la película. ¿Quién se lo contó?».
Claro,
pero ocurre que en aquella sala solo había ocho personas. Los cuatro
matrimonios.
Bueno,
y el cámara que proyecta la película.
[Gregorio
Morán se ríe satisfecho por el hecho de mantener sus fuentes en secreto,
después de más de treinta y cinco años, y saber que muchos, entre ellos el
entrevistador, quisieran conocerlas].
¿Qué
significó para Adolfo el general Andrés Casinello en aquellos primeros años de
la Transición?
Casinello
había estado en los servicios secretos del almirante Carrero Blanco
y luego a las órdenes de Arias Navarro. Andrés Casinello fue una figura
importante de la Transición.
Se
ha escrito que Andrés Casinello, en 1974, cuando estaba en los servicios
secretos de Franco, facilitó los pasaportes a los socialistas —entre ellos a un
joven llamado Felipe González— para acudir al congreso de Suresnes (Francia). Y
que influyó sobre ellos para que tuvieran una actitud pacífica y negociadora
durante la Transición.
Eso
no me lo creo. Los servicios secretos de Franco tenían dos obsesiones: el PCE y
Gil Robles. Cualquier conexión democristiana era más peligrosa —para los
servicios secretos— que los socialistas. Al PSOE no le hacían ni puto caso. Es
alucinante cómo se cuenta, pasados unos años, la historia. Mire, le voy a poner
un ejemplo. Hace unos años conocí a unos chicos que iban contando que su padre,
que tenía mi edad, era el encargado durante el franquismo de pasar por el
puerto de Pajares, entre Asturias y León, a Felipe González. Yo me quedé de
piedra. Según estos muchachos su padre facilitaba —como si hubiera en el puerto
de Pajares una frontera muy vigilada por los cuerpos de seguridad— las visitas
a los mineros asturianos de González cuando venía de Madrid. Yo he pasado por
Pajares miles de veces y nunca ha habido allí ni una pareja de la Guardia
Civil. Además, si la hubiera habido, no habrían conocido a Felipe. Pues ahora
la gente va y se inventa la clandestinidad donde no la hubo. Yo asistí como
periodista al XXVII Congreso del PSOE que se celebró en Madrid en diciembre de
1976. El partido aún no era legal. Pero ellos celebraron tranquilamente su
congreso en un hotel madrileño. Allí vi a Olof Palme, a Willy Brandt a
Altamirano, el chileno… Y la policía no entró a detener a nadie.
¿Es
verdad que Andrés Casinello pasaba información sobre Arias Navarro a Suárez?
Se
la pasaba a Torcuato que era el analista, el que sabía manejar los tiempos de
la defenestración de Arias Navarro. El viaje del Rey a EE. UU. lo organiza
Torcuato.
¿El
Rey no participaba en toda aquella estrategia para quitarse de en medio a Arias
Navarro?
El
Rey no tenía talento para todo aquello. El Rey tiene un talento borbónico, es
decir: muy limitado. Lo ha demostrado reiteradamente, no es una calumnia.
Además de que históricamente no hubo ningún Borbón con talento. Se les dieron
bien —porque eran reyes— las mujeres, la caza, etc… El dinero incluso. Pero
para la política nunca tuvieron mucho talento.
He
leído en varios libros sobre Suárez la expresión «si Graullera hablara».
José
Luis Graullera se llevó muchos secretos a la tumba. Era el hombre de los secretos.
En aquellos años la impunidad era mayor. Si alguien hubiera insinuado entonces
que Graullera tenía que pasar por los tribunales, seguro que Adolfo hubiera
dicho: pero bueno, y para qué están los tribunales. Acto seguido
habría encargado a Pérez Llorca, «el zorro plateado», que se
encargara del asunto.
José
Luis Graullera se vio implicado en el juicio contra Mario Conde.
Lo
que hundió a Conde fue su intención de echar un pulso al Estado. En la escalada
de ambición de este tipo de personaje hay un momento que pierden la noción de
los espacios. Y el Estado es una mierda, sí, pero como enemigo es implacable.
Hay
una famosa carta que usted reproduce íntegra y en castellano en su biografía de
Suárez de 2009. Me refiero a la que presuntamente envió el Rey al Sha de Persia
pidiendo diez millones de dólares para la UCD, el nuevo partido de Adolfo
Suárez. Esta carta aparece citada también en Los que le llamábamos
Adolfo, el libro del periodista Luis Herrero (La esfera de los libros,
2007). ¿Se financió de este modo la creación de UCD?
Según
Suárez en su partido no entró ni un duro proveniente de esa fuente. Tuve que
comprar el libro —The Sha and I de Asadollah Alam, un antiguo
ministro de Reza Pahlevi— en el que aparece esa carta. lo compré en EE. UU. Y
gracias a mi mujer, que traduce del inglés, realicé la transcripción en
castellano.
Pero
hay diferentes versiones sobre las fuentes de financiación de la UCD. Se habla
de Irán, de Arabia Saudí, de los bancos españoles, de la CIA….
Hay
un nombre importante en este asunto, el de Prado y Colón de Carvajal, el amigo
del Rey. Este señor, que era un personaje absolutamente increíble, es otro que
se ha llevado muchos secretos a la tumba. En mi libro cuento que se aprovecha
de que Suárez no habla inglés para confundirlo con los millones y los miles.
Es
muy importante, hablando de la financiación, el dinero que se pone para
liquidar a Suárez. Llega un momento en que la CEOE, y a su cabeza Ferrer Salat,
piensa que Adolfo Suárez es un peligroso izquierdista, que es capaz de pactar
con el PSOE, o peor, con el PCE. Recuerdo haber hablado de este tema con Ferrer
Salat en el 79, cuando preparaba el primer libro sobre Suárez. Entonces estaban
muy amedrentados porque Adolfo Suárez había ganado las elecciones. Ahí se monta
la conspiración para acabar con Suárez desde dentro del partido. Comenzaron a
decir que los iba a llevar a la ruina. Curiosamente se decían entonces de
Suárez cosas parecidas a las que hoy se dicen de Mariano Rajoy. Pero con la
diferencia de que Rajoy tiene mayoría absoluta y es gallego —que eso es
importante— y no les hace ni puto caso.
Entonces
Suárez no dimite, sino que lo hacen dimitir. ¿Es así?
Absolutamente.
Entre la derecha, el ejército y el Rey, se lo cargan.
La
historia de que los generales le ponen a Suárez las pistolas encima de la mesa
¿es verdad o una leyenda?
Es
verdad, pero no literalmente. No hay pistolas. No es exactamente así. Eso de
las pistolas forma parte del guión tipo Hollywood de la Transición. Se celebra
una comida en el Palacio de la Zarzuela. Adolfo Suárez no sabe que se va a
celebrar. El Rey lo invita a última hora y se encuentra allí con la cúpula
militar. Suárez se mosquea mucho. En un momento dado el Rey se levanta y dice:
voy un momento al lavabo. Y los deja solos. A los militares y a Suárez.
Entonces los militares le dicen que no están dispuestos a consentir que la cosa
continúe así. En ese momento sí hay alguno que hace metáforas con la palabra
pistola. Pero no llegan a sacarlas, no era necesario. Hubiera sido algo
absurdo. Hay que decir —haciendo un inciso— que Suárez tiene tropecientos
defectos, pero hay que reconocerle algo que demostró siempre: una valentía
inigualable. Muy superior a la de esos mando militares. Si es algo referente a
la inteligencia o al talento, se le puede cuestionar. Pero la cuestión
testicular la tenía muy bien colocada. Cuando el Rey volvió, la cena continuó.
Pero Suárez tenía ya bastante claro que había llegado a un punto de no retorno.
¿Eran
conscientes el Rey y Torcuato Fernández Miranda de que tenían poco tiempo para
llevar a cabo la Transición? Lo digo porque si se analiza una cronología de
aquel periodo todo transcurre con mucha rapidez.
La
Transición empieza con la muerte de Franco, en noviembre del 75, y termina con
la victoria en la elecciones generales del PSOE de octubre del 82. Es verdad
que, sobre todo en su primera parte, la Transición va bastante rápido. Había
que contentar a los diferentes sectores, principalmente a la izquierda. Una de
las cosas más curiosas que ocurren entonces es lo que podíamos calificar de los
engañadores engañados. Es decir: Adolfo Suárez y la derecha pensaban que el
poder de la izquierda era acojonante. Carrillo tiene el talento de convencer a
Suárez de que él puede poner en la calle a miles y miles de activistas. También
le ofrece —en aquella primera reunión clandestina— que a partir de la
legalización, el PCE será capaz de frenar cualquier movimiento
desestabilizador. Pero, le dice, siempre que ocurra algo tendrás que avisarme a
mí. Fíjese qué astucia la de Carrillo. De ese modo se convierte en un
interlocutor privilegiado. Suárez terminará dándose cuenta de que a la postre
dicho intermediario no le sirve para nada. Porque Carrillo controlaba poca
cosa. Y sobre todo después de las elecciones generales de junio del 77, en las
que el PCE pasa a ser un partido más (veinte diputados y un nueve por ciento de
votos). Entonces todo cambia.
¿En
qué consistió el llamado «El pacto de los editores», ese acuerdo para no
publicar informaciones que podían comprometer o perjudicar al Rey y a la
monarquía que tuvo vigencia durante la Transición? ¿Continúa en vigor ese
pacto?
Yo
no creo que, como parece indicar la expresión, los editores de los medios de
comunicación más importantes de la época se reunieran y acordaran nada.
Sencillamente se produciría en algunos casos una llamada de Zarzuela para decir
a un editor (o dueño de medio de comunicación) lo que tenía que hacer en un
momento determinado. Era obvio que el Rey era una figura intocable. Por lo
tanto no se podían sacar informaciones sobre él. En una medida semejante a lo
que ocurre ahora. Es decir: que si hay un reportaje en el que el Rey aparece en
una situación no decorosa o comprometida, llamaran desde Zarzuela a un
millonario para que simplemente compre esas fotos. Así se arreglan las cosas.
Hablemos
del papel de la prensa y el resto de medios durante la Transición. ¿Hasta qué
punto cumplió con su función de control al poder?
Visto
desde la perspectiva de hoy, diciembre de 2013, la prensa de la Transición era
lo más audaz y temerario que uno se puede imaginar. Porque ahora ya no se puede
decir absolutamente nada. En la Transición hay varios periodos. El anterior a
las elecciones de junio del 77 es un periodo interesante. No porque se pudiera
decir de todo, sino porque todo era muy raro. Por ejemplo: a mí me detienen por
aquel asunto
del comisario Conesa. Y la detención ocurre en la misma redacción
del periódico, Diario 16. Nunca tuve del todo claro por qué me
habían detenido. Luego supe que el general Milán del Bosch estaba detrás. Me
llevaron a la calle del Reloj número cinco, donde había entonces un famoso
sitio de torturas. Pero no ocurrió nada. Había un policía que me hizo los
papeles y allí me quedé. Luego, delante del juez, pregunté que por qué había
tenido que pasar allí la noche. «Mire, yo no lo sé —me dijo el juez togado—
yo lo único que le puedo decir es que mi general Milán del Bosch me dijo:
“quiero a ese chaval (que no debió decir chaval sino ‘ese hijo de la gran
puta’) aquí mañana a las nueve”». A las nueve del día siguiente firmé y
me marché.
En
la página web de la Fundación March se puede consultar el Archivo
Linz de la Transición española. En ese archivo se guarda la
noticia que el diario El Alcázar publicó el 21 de mayo de 1977
sobre su
detención. Le leo, por lo curioso que hoy resulta, el final
de la noticia: «El tribunal que entiende el caso planteado abrió proceso contra
Gregorio Morán el pasado 10 de mayo que se encuentra en estos momentos en
libertad condicional, tras haber pagado una fianza de doscientas mil pesetas.
El señor Conesa pide una indemnización de veinte millones de pesetas, pues
estima que la publicación le ha perjudicado una operación que mantenía con la
editorial Planeta». Parece que con su reportaje en Diario 16 fastidió
el negocio de este señor para publicar algo en Planeta.
Sí,
claro, seguro que tenía ya hablado con la editorial la publicación de un libro.
Puede que para contar la liberación de los generales secuestrados por el GRAPO,
el grupo terrorista. No lo sé. El periodismo durante la Transición no se puede
afirmar de forma categórica que fuera más libre. Sí que fue más caótico. Había
más posibilidades. Por ejemplo me acuerdo de lo que entonces era ser fotógrafo
de prensa. Entonces había una cantera magnífica de fotógrafos. Es verdad que
luego la trayectoria que han seguido algunos de esos fotógrafos fue curiosa.
Por ejemplo yo me acuerdo de que el fotógrafo más audaz —no el mejor
técnicamente, pero sí el más valiente— era Alfonso Rojo. Entonces Alfonso era
mi fotógrafo y además era el representante de la CNT. Vete a recordárselo
ahora. Y nos metimos en unos líos tremendos. Porque entonces investigaba yo las
tramas ultraderechistas y ese es un tema delicado.
¿Eran
los GRAPO un grupo terrorista organizado por la ultraderecha? Se argumenta esta
posibilidad en El zorro Rojo (una
biografía de Santiago Carrillo recientemente publicada por Paul Preston). Dice
Preston (Página 298) que tres ministros (Gutiérrez Mellado, Martín Villa y De
la Mata Gorostizaga) estaban convencidos de ello. Los secuestros de Antonio
María de Oriol y Urquijo y de Emilio Villaescusa, que fueron reivindicados por
el GRAPO, serían junto con los asesinatos de los abogados laboralistas del
despacho de la calle Atocha, y siempre según esa teoría, esfuerzos de la
ultraderecha para desbaratar la Transición.
![]() |
Paul Preston |
Hombre,
después de lo de Pío Moa… El que redactaba los comunicados del GRAPO era el hoy
escritor Pio Moa. Hay historias paralelas muy interesantes. ¿Sabía usted que
los archivos del Movimiento Nacional se quemaron? Pues esta es una de esas
cosas interesantes que poca gente sabe. Martín Villa ordenó en 1977 que se
prendiera fuego a todos aquellos papeles. Con lo que, por ejemplo, toda la
información sobre confidentes e infiltrados se la llevaron las llamas. En
Barcelona se conoce la fábrica en la que se quemó todo. Eran mucho kilos de
papel. Yo he trabajado (investigado) en los archivos de la administración que
hay en la calle Alcalá, pero lo más interesante no está allí. Uno de los rasgos
más característicos de la Transición es que se amnistiaron a sí mismos. Yo fui
militante clandestino durante un montón de años. A mí me hubiera gustado saber
qué confidente tenía yo. Yo sabía que había alguien de mi entorno que pasaba
información sobre mí. Si esos archivos no se hubieran quemado, habría sabido
quién fue. Pero siempre me quedaré con la duda. El GRAPO no fue una invención
policial. Lo que si hubo fue lo que podríamos llamar una instrumentalización
del GRAPO. Los integrantes del GRAPO venían de Galicia y eran claramente unos
pringados a los que manipularon.
¿Infiltró
la extrema derecha a alguien en los GRAPO?
No
se podía meter a un agente de extrema derecha en un grupo como aquel. En los
movimientos subversivos se puede infiltrar un agente, pero debe ser alguien que
en apariencia sea más radical que los que ya están dentro. Recuerdo el caso del
Lobo, el famoso infiltrado en ETA. Recuerdo que en aquella época había muchas
detenciones y a mí se me había encargado por el partido que documentara
aquellos arrestos. Hoy lo de ETA parece una leyenda viva, pero las situaciones
que se daban entonces eran para partirse de risa. Al comando en el que estaba
infiltrado el Lobo, después de cometer varios atentados, no se le ocurre otra
genialidad que convocar al infiltrado a una reunión en el Paseo Rosales de
Madrid. Van y le dicen: «Oye, estamos sospechando que tú eres un confidente»,
el Lobo va y responde como ofendido: «¿Cómo? ¿Que sospecháis de mí? Pues a
partir de ahora estoy fuera. Vosotros decidiréis qué vais a hacer conmigo. Yo
con esa sospecha no estoy dispuesto a seguir. Quedo a la espera de vuestra
decisión». Esa noche no quedó ninguno, los detuvieron a todos. La
policía se los llevó a todos ellos a comisaría. Claro. Por gilipollas.
En
el reciente libro del historiador Paul Preston sobre Santiago Carrillo, El zorro Rojo,
su último capítulo lleva el llamativo título de «De enemigo público número uno
a tesoro nacional 1970-2012». Carrillo, en 1974, decía cosas como que «Juan
Carlos es una criatura de Franco…» y que no había más salida que la República.
Entonces decía públicamente que era necesaria la ruptura democrática.
«¿Qué realismo es ese que se imagina el paso de una dictadura fascista a una
democracia sin que medie una verdadera revolución política?» es otra de sus
frases de la época. ¿Cómo cambió tanto en tan poco tiempo para aceptar la
petición de un enviado de Juan Carlos de Borbón (Nicolás Franco) de mantener la
calma cuando se produjera el «hecho sucesorio» y luego para aceptar la
propuesta de Suárez de renunciar a la bandera y a la República a cambio de la
legalización?
Es
una cuestión bastante compleja porque ahí se mezclan, como en todo, elementos
personales. Cuando éramos jóvenes dábamos poca importancia a los elementos
personales y pensábamos que las coyunturas, las crisis, los contextos, etc…
tenían más trascendencia. Vamos a ver: la legalización del PCE es un acuerdo al
que llegan Adolfo Suárez y Santiago Carrillo solos. Sin el Rey y sin Torcuato.
Para entender la legalización del PCE los elementos personales son
fundamentales.
¿Entonces
no es cierto que el Rey habló con Ceaucescu, el Presidente de Rumanía, que
tenía buena relación con Carrillo?
Eso
es verdad, pero había ocurrido mucho antes. Es verdad que el Rey mandó a Prado
y Colón de Carvajal a hablar con Ceaucescu. Lo que el Rey quería durante todo
aquel periodo previo a la legalización era que el PCE aceptara un cambio de
nombre, que se hiciera la legalización a la griega. En Grecia el partido
comunista había participado en la Guerra Civil y se le dejó luego participar en
política, pero con otro nombre. Algo así como Agrupación Democrática de Izquierdas.
Esa fórmula al Rey le gustaba mucho porque de ese modo, quitándose de encima la
palabra comunista, eliminaba la presión de los militares. Además a los EE. UU.
también le hubiera gustado mucho que se hiciera así. Es decir: había muchas
opiniones que coincidían en que había que legalizar el Partido Comunista pero
sin que fuera el Partido Comunista. Ahora —treinta y cinco años después—,
cuando analizo estos asuntos, me doy cuenta de la importancia de los aspectos
personales. Carrillo, entonces, cuando vuelve a España, tenía ya una edad, casi
setenta años. Aquel que pasa por delante de él es el último vagón del último
tren. En mi libro Miseria y grandeza del Partido Comunista de España cuento
que Carrillo, al morir Franco, sabe que ese tren se ha puesto en marcha.
Entonces reúne en París a su cúpula, la del PCE en el exilio —catorce personas—
y les dice: « Todos tenéis que volver a España». Les dice que él también
va a volver. Le sugieren un debate, pero él dice que no hay nada que discutir,
que «a volver todos». Recuerdo que yo tuve que recoger desde dentro de
España a muchos de ellos, modestos funcionarios de la revolución, que venían
acojonados. Treinta o cuarenta años sin pisar España y regresaban con mucho
miedo. Entonces Carrillo fuerza las situaciones. Monta una rueda de prensa en
la calle Atocha de Madrid (noviembre de 1976) con muchos periodistas presentes.
Rueda de prensa con la que busca ser detenido. Quiere que lo detengan porque si
eso no ocurre sabe que va a quedar en ridículo. Si no lo detienen significa que
no es peligroso, que no tiene poder. La detención es pura parodia. Martín
Villa, entonces ministro de Interior («de Gobernación» se llamaba
entonces al cargo), le ofrece un pasaporte para volver a París. Carrillo se
niega y, claro, lo meten en la cárcel. Pero no pasa fin de año en la cárcel.
Entonces viene la negociación con Suárez.
La
negociación se tuvo que realizar en el más absoluto secreto. El Rey no se podía
enterar porque estaba en contra de la legalización tal y como se hizo. No solo
era contrario el Rey, sino todo el gobierno y por supuesto los militares.
Y
Torcuato Fernández Miranda también era contrario a la legalización, ¿no?
Lo
de Torcuato es curioso. Torcuato —me lo dice a mí en las conversaciones que
mantuvimos para la biografía de Suárez— era partidario de la legalización del
Partido Comunista, pero a su ritmo. Y quiere ser él el que se entreviste con
Carrillo en Madrid. Le sentó mal que Suárez se le adelantara. Su argumento era
que un presidente del Gobierno no debe encontrarse con un dirigente de un
partido ilegal, pero que él sí hubiera podido hacerlo. Entonces él era el
presidente de las Cortes, con lo que opino que su argumento era bastante débil,
pues él también era el representante de una institución del Estado. De ahí el
cabreo de Torcuato cuando se entera de la reunión secreta de Suárez con
Carrillo. Aquí entra José Mario Armero como intermediario entre
Suárez y Carrillo. José Mario Armero era un informador de los Estados Unidos.
Se
dijo que José Mario Armero era un agente de la CIA.
No.
Un simple agente de la CIA puede ser un pringado. José Mario Armero era alguien
más importante, informaba directamente al Departamento de Estado de los Estados
unidos.
Vernon
Walters fue entre 1972 y 1976 director adjunto de la CIA y llegó a
entrevistarse con Franco. ¿Tuvo Armero relación con él?
![]() |
J. Mario Armero |
Claro.
José Mario Armero era amigo de Vernon Walters. Armero es el que monta el
encuentro de Carrillo y Suárez. Y visto desde hoy podríamos decir que fue como
una reunión de Anna Magnani con Sophia Loren. Dos actrices soberbias, dos vedettes.
La conversación duró muchas horas. Me contó José Mario Armero que tuvo que
mandar a su mujer a comprar algo para que comieran porque la cosa se alargaba.
Ellos estaban a lo suyo, contándose su vida, sus batallas. Amor a primera
vista.
Parece
ser que Suárez, en aquella primera reunión, ejercitando su capacidad de
seducción, le dice a Carrillo: «En España hay dos políticos: usted y yo».
Hay
que decir que pasaron al tuteo a la primera de cambio. Allí nació una amistad.
El pacto fue muy sencillo. Carrillo le dijo a Suárez que no podía cambiar el
nombre del partido, pero que si le legalizaba el PCE, podía aceptar la
monarquía y la bandera y comprometerse a controlarle cualquier movilización o
revuelta callejera. Fíjate si Carrillo cumplió lo pactado con Suárez que
recuerdo un mitin del PCE en la plaza de toros de Las Ventas, durante los
primeros años de la democracia, en que a unos chicos se les ocurrió sacar una
bandera republicana. Pues llegó la seguridad del propio PCE y los forró a
hostias. Había órdenes estrictas.
¿Y
es verdad eso de que Carrillo llegó a decir al resto del Comité Central del PCE
que no les podía contar lo que había hablado con Suárez porque era secreto de Estado?
Sí,
eso es así. Pero no era la primera vez que actuaba de ese modo. Carrillo le
cuenta la reunión con Suárez solo a dos militantes. Pero se la cuenta a su
manera. Carrillo, veinticuatro horas después de hablar con Suárez, convocó al
Comité Central y les comunicó los cambios (bandera, monarquía…). Aquello fue
una demostración impresionante de poder para Suárez. Carrillo estaba cambiando
cincuenta años de historia del PCE en un día. Con el miedo que se tenía a los
comunistas, Suárez quedó encantado al ver cómo Carrillo manejaba aquello.
Carrillo liquidó en aquel momento el partido, claro, pero eso a Suárez le
importaba un comino. Suárez y Carrillo pactaron hasta las fechas. Buscaron una
fecha idónea, la Semana Santa. Y en ese día pactado, Suárez hace exactamente lo
mismo que Carrillo: no se lo comunican a nadie. Suárez solo avisa, pero sin
desvelar de qué. Pide que el viernes por la noche haya alguien de guardia en
información para que todos los medios de comunicación puedan recibir una
noticia por si acaso ocurre algo. A Martín Villa, como ministro de interior, se
lo cuenta una hora antes. No consulta con nadie. Hace lo mismo que Carrillo.
El
Rey se pilló un cabreo monumental. Porque tampoco sabía nada. A partir de ese
momento comienza la caída de Adolfo Suárez. Fernández Miranda tampoco tenía ni
idea. Y tres años después, cuando me entrevistaba con él para el libro de
Suárez, me hizo gracia que, argumentando a favor de que debía haber sido él
quién se entrevistase con Carrillo, utilizase además el hecho de que Carrillo y
él eran de Gijón. Como si fuera importante para el éxito de la negociación el
que los dos fueran de la misma ciudad. Es curiosa la ingenuidad que a veces
muestran las personas más inteligentes y calculadoras.
En
la página cuatrocientos ochenta de las memorias de Teodulfo Lagunero (Umbriel)
cuenta que él concertaba los contactos de Carrillo con políticos del
franquismo. Fue Lagunero quien le presentó a José Mario Armero en París.
Carrillo le pidió a Lagunero que en un viaje a Londres contactara con Fraga
Iribarne, que entonces era embajador allí (lo fue en el periodo 73-75). Parece
ser que Fernando Morán, que luego fue ministro de exteriores con Felipe
González y entonces era cónsul en la misma embajada de Londres, le quitó la
idea de la cabeza. Le dijo que Fraga quería ser quien liderase —dentro del
respeto a las ideas franquistas— el proceso «democratizador» después de Franco y que no estaría interesado
en ver a Carrillo. ¿Sería este un buen ejemplo del poco interés que los líderes
del franquismo reformista tenían entonces, al principio, de escuchar a los
líderes de la oposición demócrata?
Yo
del inefable Lagunero me lo tomaría todo entre comillas. El papel
de Lagunero fue absolutamente residual. No fue él quien puso en contacto a
Carrillo con José Mario Armero. Si este último se entera de que el primero lo
fue contando, se levanta de la tumba y lo mata. Lagunero era un señor del sur
que ganó mucho dinero. Carrillo lo utilizó para la intendencia. La casa donde
veraneaba Lagunero en Cannes era un sitio idóneo para celebrar reuniones al más
alto nivel. Lagunero, políticamente hablando, no hace absolutamente nada más
que servir de palanganero. Fraga no quiso ver a Carrillo porque le daba miedo.
Pero, mucho antes, en el periodo de Arias Navarro como presidente del Gobierno,
se celebró una reunión entre la gente de Fraga y algunos representantes del
PCE. Se celebra esa reunión en la librería Turner, en la calle Génova.
Representando al PCE acuden Armando López Salinas y otro que no recuerdo. Y por
parte de lo que empezaba a ser Alianza Popular estuvo presente Pérez Escolar
entre otros.
En
referencia a Fernando Morán hay que decir que el que quería ser la gran figura
era él mismo. La ambición de Fernando Morán era ilimitada.
Y
el problema de Fraga era el concepto tan alto que tenía de sí mismo. Igual que
Suárez tenía un concepto muy pobre de su persona, Fraga era lo contrario. Fraga
era Fraga. Yo nunca conseguí hablar con Fraga sobre Suárez. No quería. Suárez
(como presidente de Gobierno) era una humillación para Fraga. Que no lo
hubieran escogido a él y sí a Suárez —al que despreciaba intelectual y
profesionalmente— era algo que no podía soportar.
[En
un momento de la entrevista Gregorio Morán apunta un nombre en mayúsculas sobre
una servilleta. Pasada casi una hora interrumpe al entrevistador].
Hace
un rato he apuntado un nombre que me parece clave para entender la Transición.
Me refiero a Navalón, Antonio Navalón.
¿Por
qué le parece que Antonio Navalón es un personaje clave de la Transición?
Yo
tengo el único libro que escribió Antonio Navalón de verdad. Me refiero al
primero, que es una especie de homenaje a Suárez publicado cuando es
presidente. Es un libro alucinante. Debió vender tres ejemplares y uno de ellos
es el que tengo en casa. Navalón es clave porque estuvo en todo. Estuvo primero
con Suárez. Es luego el hombre clave de Boyer en la liquidación de Rumasa.
Además —tome nota— trabajaba para Ruiz Mateos cuando aquello se produce. Es
pieza clave de aquella expropiación. Navalón entra luego como subsecretario en
el BOE cuando Solchaga es ministro de Economía. Es el hombre de Mario Conde en
algunos asuntos muy polémicos. Ahora es el representante del grupo PRISA en
México. Y lo último que ha descubierto es que es judío. Lo que le faltaba a
Navalón acaba de ocurrir: ¡ahora ha descubierto que es judío! La verdad es que
Navalón es un apellido judío. Resulta que su hermano es un rabino influyente en
la comunidad judía de Nueva York. Navalón ha estado en todo: la UCD, el PSOE,
el PP. Navalón es puro sistema.
En
1984, en Toledo, en un lugar llamado San Juan de la Penitencia y promovido por
la Fundación José Ortega y Gasset, la clase política y algunos historiadores se
reunieron para definir —según dices en un artículo— cómo debía pasar a la
historia la Transición. En 2007 se funda la Asociación
para la defensa de la Transición que comienza
presidiendo el teniente general Andrés Casinello. Los firmantes de la escritura
fundacional son Andrés Cassinello, Rafael Ansón, Aurelio Delgado, Ignacio
García López, José Luis Graullera, Ernesto Jiménez Astorga, Eduardo Navarro y
Manuel Ortiz, los más cercanos a Suárez. En 2000 (veinticinco aniversario), el
congreso concedió cuatrocientos millones de pesetas y se creó una comisión para
estudiar históricamente la Transición. ¿Por qué hace falta defender tanto la
Transición?
Hombre,
porque la Transición fue un negocio fabuloso. Lo que pasa ahora es que la
empresa ha quebrado, pero entonces fue un gran negocio. La Transición es una
operación que se realiza entre muy pocas personas. Y todos ganan. Unos ganan
más que otros, pero todos ganan. Ganan todos los que participaron, no me
refiero a la población. Y ganan mucho. Por ejemplo Carrillo. En sus últimos
años Carrillo parece un senador romano. La gente iba a verle como si fuera a
ver a san Pablo. Todos se quedaban admirados ante él: «qué señor, qué bien se
expresa, que humildad, que sencillez». Eso exclamaban al verlo. Cuando
en los últimos años veía a Carrillo se me revolvían las tripas. Ver a un señor
que conoces muy bien, que sabes que es capaz de lo peor y verlo convertido en
un abuelo encantador. Pues imagínese lo que pasaba por mi cabeza.
¿Por
qué siempre que se ha intentado debatir sobre la Transición a lo largo de estos
años se ha acabado en los insultos? Por ejemplo Javier Tusell y Javier
Pradera contra Viçenc Navarro en El País y
en Claves de la Razón Práctica en 2010. O Fernando
Savater en su artículo «¿El
final de la cordura?» de 3 de noviembre de 2008, en El
País, donde termina escribiendo: «Ahora veo derribar la cárcel de
Carabanchel, en la que hace cuarenta años pasé una breve y no diré que feliz
temporada. La despido sin tanta nostalgia como muestran por ella los que no la
conocieron por dentro. Y así me gustaría ver irse también al olvido a los hunos
y los otros, como diría don Miguel, a quienes no olvidan porque su memoria
viene de la ideología y no de la experiencia. Son el peor cáncer de la España
actual, la de la crisis, el paro y la hostilidad centrífuga».
Esto
se debe a su propia mala conciencia. Yo ahora publicaré un libro, un folleto de
unas ochocientas páginas o cosa así, en el cual cuento la Transición
exclusivamente desde el punto de vista de los intelectuales. Es un libro que
abarca desde el 62 hasta el 96. Ahí aparecerán muchas de estas manifestaciones.
Todos estos eran más que radicales al comienzo y durante la Transición. Es el
golpe de estado del 23 de febrero de 1981 lo que los conmociona y los convierte
a todos en simpatizantes del PSOE. No se quiere revisar ese periodo histórico,
lo que se llamaría el tardofranquismo, los últimos años de Franco y los
primeros de la democracia, porque las cosas que se dijeron eran una
bestialidad. Bestialidad en el sentido de que, por ejemplo, había algunos que
eran partidarios de la lucha armada. Todo eso hasta que llega el 23-F. Después
del golpe se les baja la adrenalina, todos se acojonan e ingresan en masa en el
PSOE. Pero es que revisar la Transición, para muchos, es revisar su propia
vida. Ahí tienes a Martín Villa. Acaba de entrar en la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas un tipo que es un fascista.
![]() |
R. Martín Villa |
De
ese asunto quería yo también preguntarle. El discurso de entrada de Rodolfo
Martín Villa en la citada Real Academia de Ciencias Morales y Políticas que fue
pronunciado el 26 de noviembre de 2013, y que se puede leer en internet , tuvo
como título «Claves de la
Transición, El cambio de la sociedad, la reforma en la política y la
reconciliación entre los españoles». En ese discurso utiliza
Martín Villa un párrafo de libro de Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, España,
de la dictadura a la democracia, para definirse a él mismo y a los que
como él trajeron la democracia: «El factor generacional fue un componente
decididamente importante del aperturismo. Se trataba de jóvenes procedentes del
falangismo universitario, de la ACNP, o del monarquismo, nacidos hacia
1930-1940 y que por tanto no habían luchado en la Guerra Civil… Era una
generación liberal, dialogante y europeísta, convencida de que la nueva y
modernizada sociedad española de los sesenta exigía un sistema político
igualmente moderno y nuevo equiparable a las democracias occidentales. Esto no
era obstáculo para que muchos de ellos ocupasen cargos públicos, aceptasen la
legalidad del sistema y, en suma, asumiesen las responsabilidades que se
derivaban de su integración política en el Régimen. Creían en la reforma desde
dentro, no en la revolución desde fuera». ¿Qué opina de esto?
Esto
es un olvido absoluto de un fascista medular. Me afecta a las neuronas. Si eso
es así, si ellos eran demócratas ya en el franquismo, entonces los demás, los
que vivíamos en la clandestinidad, éramos gilipollas integrales. Porque según
eso lo que teníamos que haber hecho era hacernos de Falange y esperar. Claro.
Es que esto que dice Martín Villa es una auténtica ofensa generacional. Porque
es verdad que les salió bien y por eso pueden seguir escribiendo estas cosas.
Pero esto sigue siendo una mentira absoluta y escandalosa.
¿Les
salió bien? No todo el mundo está de acuerdo en que les saliera bien la
Transición. En el año 1991 se emitió un debate especial en el programa La Clave (dirigido
por el periodista José Luis Balbín) que entonces se podía ver en Antena 3. Se
tituló «500 claves de la
transición» y en él se contiene una muy valiosa intervención
de Antonio García Trevijano, que a la afirmación de José Mario Armero en el sentido
de que en España sí hay democracia, argumenta que en España lo que hay son
libertades pero no una democracia auténtica y completa. Apoya su afirmación en
dos realidades: primero, el elector (por haber en España un sistema electoral
proporcional en lugar de mayoritario) no elige realmente al representante que
él quiere. «El sistema proporcional termina inevitablemente en el gobierno de
una oligarquía» dice García Trevijano. Y segundo porque «igual que con Franco,
hay un solo poder, que es el ejecutivo, que es el que manda sobre el judicial y
el legislativo». Concluye García Trevijano manifestando que «la Transición fue
un pacto y de algo así solo puede derivar corrupción».
Les
ha salido bien a los que les ha salido bien. Les ha salido bien a los bancos y
a aquellos que capitanearon la Transición. Incluso a aquellos que tenían serias
dudas de que la Transición fuera a funcionar y temían por sus intereses. A esos
les salió que ni bordado. Fue la operación perfecta. El PSOE de la primera
etapa, por ejemplo. ¿Cómo Solchaga no va a decir que la Transición fue
modélica? Si cuando yo lo conocí era asesor de la UGT en Bilbao donde ganaba
una mierda de dinero y ahora es multimillonario. Les ha salido como Dios. Lo
que ocurre ahora con la infanta y con Urdangarin es una herencia de la
Transición. En el comienzo de la Transición hubo cosas como estas, pero no se
sabían. Vamos, las sabían solo los que las sabían, punto.
Se
publica en 2013 La Transición contada a
nuestros padres de Juan Carlos Monedero (Editorial
Catarata). Según Monedero, la corrupción que sufrimos en España viene de la
Transición porque seguimos teniendo una sociedad franquista. No hemos tenido el
«antifascismo» que según Monedero «es una reclamación radical del
republicanismo democrático caracterizado por virtudes públicas que hacen, por
ejemplo, que los políticos dimitan cuando se ven inmersos en casos de
corrupción». Según Monedero ese antifascismo opera en Alemania, pero no en
Italia y en España ¿Está de acuerdo con esa visión de la Transición?
Si,
si, por supuesto. En Alemania hay una expresión acerca del nazismo que generó
mucha polémica: «El pasado que no quiere pasar». Aquí, el pasado, no es
que no quiera pasar, es que ni ha pasado. Se ha borrado incluso de la historia.
Se ha quemado.
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