Zaipi, 1998 |
Hasta me animo a sonreír y a guiñar un ojo. De otro trago, termino la cerveza y eructo antes de volver al teclado: “Pascualón era agricultor, como su padre y como su abuelo. Un agricultor ya poco al uso. De los que aun se entregan a la hacienda familiar con todo el sentido trascendente de sus mayores, de los que se sienten desafinar por el hecho de vivir en la ciudad. Era hombre de pocas palabras y todas ellas aplastantemente definitivas. Poco dado a festejos; huía por instinto de toda vida social que no fuera la de la partida de guiñote, la cuadrilla de caza o sus animados encuentros con algún vecino del pueblo, de los que a menudo solían pasarse por el bar...” Me detengo. –No. Yo ya se de que pie cojeaba Pascualón y por ahora sólo escribo notas- Selecciono el párrafo y lo suprimo -¿Y si hablara en primera persona? ¿Como si contara la historia el propio Mercader?- Medito un instante. …pero si dotara a este tipo de capacidad autocrítica, adulteraría el personaje. No sería creíble y además resultaría demasiado recurrente; los personajes capaces de reconducirse a la senda de la perfección para analizar sin pasión su propia vida, no existen fuera de Holliwood. -¿No existen?- No se si existen o no… pero en todo caso nada tienen que ver con este. Me obligaría a ceñirme demasiado a los hechos, obviando multitud de detalles ajenos a la pareja; cotilleos, mentiras y medias verdades alegremente manejadas por terceros. Precisamente esas que mejor conozco y que casualmente son las que se la ponían más tiesa al público.
Suena el teléfono. Es Matthieu. –Ahora no. Que vuelva a llamar- pienso un poco fastidiado por su inoportunidad y bajo el volumen hasta que corta la llamada.
–“Se la ponían tiesa al público”- repito en voz baja. -Suena bien- concedo divertido y acto seguido, trato de evocar una estampa: apenas un residuo borroso, lo justo para distinguir algunas caras. Sin embargo resiste bastante bien la impronta general del cuartucho junto al patio de la casa, aquel que, en un alarde de visión empresarial, se habilitó como reservado. También aguanta, como no, el eco del jolgorio y el humo de hachís que tanto ofendía a la los vecinos, las mesas, con hule, tomadas de una venta del Quijote, la baraja sobre un tapete siempre seboso, el garbo picante de Mariela entrando jarras y más jarras de cerveza, las manos de Raúl buceando mansamente bajo su falda y la risa boba y complaciente de ella. Puntualmente; también algún desplante con trazas de virtud y la voz engolada de él, casi siempre coreada por la excitada parroquia.
2 comentarios:
Y a mi que me parece que en el fondo todo lo que pasa es que siempre quisiste ser él. El que se tiraba a Mariela, claro.
Saludos
¡Mierda! Y a mi que me parecía que nadie se iba a dar cuenta.
Gracias Mario
:)
Publicar un comentario