Las viandas que había en la vitrina no se le antojaron manjares, excepción hecha de aquella tortilla rellena, aunque lo cierto es que nada tenía mala pinta, ni parecía poco fresco o de poca confianza. Acaso los fritos, se veían hechos hace varias horas, detalle con el que quiso ser indulgente.
-¿Rellena de que?
-Calabacín, panceta, pimiento verde y tomate a la plancha.
En aquel momento, estaba seguro de ser capaz de prescindir de cualquier alimento, pero a la vista de aquella tortilla, intuyó que comer algo sería, tal vez, lo único que le sentaría bien. Con un punto de nostalgia, recordó a su madre, aun joven, en su vieja cocina de la calle Berbegal, explicándole con la seguridad que sólo da la experiencia, que comer bien es la mejor manera de enfrentar los problemas diarios y en especial los estados nerviosos. Por contraste, imaginó después a Carmen, ya no tan joven, conminándole con la seguridad que sólo da la fe plena en lo que se sabe de buena tinta: una ensalada con el pan justo, nada de grasas y los fritos; ni verlos –Hay que ver los cojones que tiene esta vida- pensó – Un hambre de posguerra omnipresente y una generación con demasiadas ganas de olvidarla, han sido suficiente para desavenir el criterio dietético de las madres españolas. -¿Y los hijos?- A los hijos no nos ha quedado nunca más remedio que alimentarnos bajo el auspicio del sentido materno-común dominante. Sacrificar la salud durante años con el afán de asegurar unas proteínas de futuro incierto, para que al final, con el futuro proteínico teóricamente garantizado, vernos obligados a inmolar cualquier placer en aras de acumular un excedente de salud, de futuro verdaderamente dudoso. ¡Vaya panorama!
-Uno pequeño de jamón ¡Por favor!- pidió asumiendo que los criterios ya nunca serían lo que habían sido.
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