Es evidente que hay palabras que decir, gritar o echar a las aguas, pero hay quienes creen que siempre es mejor que las pronuncie otro. Les domina una inexplicable sensación de reserva, que si no tienen cuidado, se abatirá sobre ellos como una verdadera aniquilación. Ninguno se lo dirá nunca a nadie. Aguardan ansiosos y mientras esperan a que llegue la catarsis siguen siendo siendo pasajeros dóciles, contemplan las luces de Manhattan, el resplandor blanco y helado del terminal de los ferries y ven alejarse la antorcha brillante de miss Liberty